El hogar de mis sueños

Ganhei de presente o livro “Preparación para el amor” (2015) de Leticia Obeid – publicado pela pa(rent)esis no Brasil – em uma viagem a Argentina, em fevereiro deste ano, quando ainda podíamos transitar pelo mundo. Comecei e terminei a leitura dessa delicadeza de escrita ainda nos primeiros dias de isolamento. Ela transita pela escrita, vídeo, pintura e instalação, tendo participado da 54ª Bienal de Veneza em 2011. Obeid acaba de lançar seu novo romance “Bajo sus pies“. Para esta edição do Ensaio Palavra-Imagem, ela sugeriu algumas fotos de objetos afetivos de sua casa em Córdoba e o resultado foi um ensaio recheado de memórias e gatilhos para diferentes emoções.

Cassiana Der Haroutiounian, Editora de Entretempos, Folha de S.Paulo (entretempos.blogfolha.uol.com.br)

EL HOGAR DE MIS SUEÑOS

Siempre he tenido sueños muy nítidos, largos, narrativos. Todos soñamos, no es nada excepcional, pero me refiero a que soy de esas personas afortunadas que pueden recordar fragmentos largos de lo soñado, cruzar esa frontera de la vigilia trayendo en las manos una parte aunque sea de ese tesoro. Cuando era niña, empezaba a contar mis sueños en el desayuno y en mi casa me decían: resumí, querida, resumí.

Algunos sueños son tan potentes que dejan su impronta en todo el día que les sigue, como un color que tiñe lo que me pasa luego. En algunas películas fantásticas donde el o la protagonista viaja en el tiempo, suele suceder que la prueba de ese viaje es un objeto que trae consigo. En algunos casos el objeto llega al otro lado con sus características originales. En otros, muestra súbitamente el paso del tiempo. Por ejemplo puede ser una joya que perdió sus piedras preciosas, o un metal que ya no brilla, o un pedazo de tela que de repente se ha raído o perdido su color. Hay algo en ese truco de magia que captura la manera en que pensamos el tiempo como un espacio: el pasado atrás, el presente acá, el futuro adelante.

Durante la cuarentena recuerdo más aún mis sueños y son más movidos y cinematográficos que nunca. A veces me despierto cansada como si hubiera estado en una película de Indiana Jones. Hay uno que se repite mucho y tiene el siguiente argumento: me tengo que ir de un lugar y tengo poco tiempo para prepararme. Empiezo a armar las valijas, que de repente son muchas, pero nunca termino de llenarlas. O mejor dicho, se llenan, rebalsan de cosas, y nunca logro cerrarlas. Siempre queda algo más por agregar. En ese transcurso voy tomando dimensión de todo lo que no voy a poder llevarme y cada vez me angustio más. En cierta forma, no consigo resumir, no me vuelvo portátil.  Con respecto al espacio, un escenario que se repite siempre en mis sueños es la casa de mi infancia, con muchas variantes, donde los objetos siempre son los protagonistas.

Hace unos meses leí un artículo de Emanuele Coccia[1] que me dejó impactada y rumiando durante días y días las ideas que él desarrolla ahí. Cada párrafo parece tener todos los tesoros que querría llevarme conmigo en una huida intempestiva pero también nos regala una serie de propuestas para pensar este nuevo estar en el que nos encontramos. Particularmente me impresionó su crítica a la ecología como ideología patriarcal, y la manera en que desarma la idea de hogar. El hogar, dice él, no está definido por paredes y un techo sino por los objetos que circulan en el espacio, que lo pueblan, que dialogan con nosotros, los humanos. En esa danza de las cosas y las personas todos se van volviendo sujetos, todos somos importantes y necesarios. Hablamos con las cosas –metafóricamente a veces, otras, literalmente, ¡sobre todo cuando nos enojamos con algo que no funciona! De repente, en el confinamiento, la cocina se vuelve el centro del hogar, parece ser el punto que más objetos imprescindibles reúne en una casa. En mi departamento de Buenos Aires la cocina es muy pequeña y poco confortable y aún así en los últimos meses pasé ahí muchas horas preparando comidas y conservas, aprendiendo el arte del kimchi y otras cosas que requieren mucha elaboración. Habría que investigar qué nos llevó a tantos a interesarnos por el procedimiento de las conservas en esta cuarentena. Probablemente tuvo algo que ver con una preocupación en torno al tiempo.

También se me volvieron importantes la silla que uso para trabajar, el colchón en el que duermo, las almohadas. Luego aparecieron algunos artículos ligados a la gimnasia: una banda elástica, una colchoneta, una pelota de tenis. Ordené también mis libros, separé los no leídos de los leídos, para tener más a mano a mis nuevos amigos. Puse al fondo la ropa que sabía que no usaría en mucho tiempo y dejé adelante sólo lo que me resultaba más cómodo y fácil de lavar. Con la computadora y el teléfono me volví más simbiótica que nunca, por supuesto. Y en la entrada de mi casa hice un pequeño altar con productos desinfectantes, barbijos y elementos para la salida a la calle. Dejé un par de zapatillas del lado de afuera de la puerta, y adentro me calzo otro que parece nunca ensuciarse. La tijera que uso para cortarme el pelo se volvió crucial y también las cosas rotas, que lamenté no haber arreglado a tiempo.


[1] https://ficciondelarazon.org/2020/04/22/emanuele-coccia-revertir-el-nuevo-monacato-global/?fbclid=IwAR14kvxbkYzTHjROIydZWwqH3zAe_GQJ5D0lzTyF3jnh5tSDwCg1muoe12I

A casi seis meses de esta nueva vida, viendo que casi todo mi trabajo se puede hacer de manera remota, decidí venirme a la casa de mi infancia, en la provincia de Córdoba. Aquí estoy pasando una nueva cuarentena estricta desde hace diez días, para tener la certeza de que estoy sana y de que no traigo la peste conmigo. Por ahora va todo bien. Mi madre ya no está, pero sí sus objetos y a través de ellos seguimos conversando. Cuando llegué todo parecía un poco triste, un poco deslucido. Pero con el correr de los días las cosas parecen animarse y emitir una nueva luz. El aire nuevo entró al espacio y ya no hay olor a encierro. Por el contrario, siento el perfume precioso de la primavera incipiente y por las noches salgo al patio a aspirar el olor a leña que tanto amo, el olor a noche, el olor a estrellas, a plantas, a llanura.

Una coreografía conocida se repite: cerraduras que se traban; cortinas que no bajan y esperan que una mano desenrolle los hilos; lámparas que solo responden a cierto toque; el control remoto del televisor necesita una palmadita en la espalda; el termotanque no corta su trabajo, hay que darle descanso de manera periódica y planificar con un par de horas de antelación la ducha, para no pasar frío; la cortadora de pasto se rompió este verano pero como hay una gran sequía nada crece, por el momento no se extraña; la estufa a gas anda cuando quiere, eso sí es un poco más grave en los últimos días fríos. Y así vamos entonces, recorriendo el espacio y haciendo movimientos, ellos y yo, hasta que nos empezamos a entender mejor. Esta vez, como sé que voy a estar más tiempo, me tomo todo con más compromiso, con más amor, diría. Limpié los estantes de la cocina, tiré la comida vencida, desalojé a algunos insectos –¡perdón!- y le avisé a la araña del dormitorio que esta vez no puede poner sus huevos en el placard de la ropa. Deseo con todo mi corazón que nazcan algunas flores así vuelven los colibríes a visitarnos, como siempre hacen cuando llega el calor. Por otra parte, en este viaje conocí a un personaje nuevo que es una coneja gigante que tiene mi vecina y viene de visita y arrasa con las plantas del jardín. Cooper, se llama. Es muy bonita, le perdono que se coma algunos verdes a cambio de que me deje tocar su lomo suavecito.

Pero lo que más me reconforta, apenas llego, es mirar algunos objetos queridos, ver que están ahí aún. Por ejemplo, un molino de viento en miniatura que hizo un tío que era obrero, con recortes de metal de la fábrica, para mi hermano. También una figurita de madera, que se parece a una perra que tuvimos que se llamaba Peca. Hay souvenires de viajes y una fuente de madera tallada en una comunidad wichí, en Salta, con forma de pez; una tortuguita de metal, que supo ser un cenicero y que mi mamá instaló en el patio, porque según el feng shui atraería la longevidad. Claramente en su caso no funcionó pero no nos hemos atrevido a mover a la tortuga de ahí, por las dudas.

No me voy a detener acá en la vieja dicotomía belleza/utilidad. Ya se han escritos miles de tratados y textos sobre eso y sigue siendo una discusión sin resolverse. Solo llego a pensar que el día que nos animemos a desarmar esta casa, vamos a tener que decidir el destino de muchos objetos y cosas y elegir también qué nos llevaremos al otro lado de la frontera, como en las películas y los sueños. Posponemos ese momento, no queremos llegar a él, me he dado cuenta. Pero mientras tanto le damos vida a las cosas en la fricción del encuentro, hacemos un hogar aquí y sé que podemos hacerlo también en otros lugares, con otros sujetos, de otras maneras.

Noetinger, Córdoba, 11 de septiembre de 2020