[TXT] Habitando el vacío: apuntes sobre la educación artística

El arte contemporáneo es un lugar vacío. Está tan vacío que puede ser ocupado por las más diversas sustancias y formas. No hay tecnología ni práctica ni fenómeno que tenga prohibida la entrada a ese territorio. Mucho más arriesgado es intentar formular definiciones de lo que es o no es arte, siempre se corre el riesgo de caerse de la Historia. Algunas obras supieron captar tempranamente esta característica y hacerla forma, como el Vivo Dito de Alberto Greco, que se limitaba a señalar con una tiza el paso de un caminante, apresando un fenómeno efímero para fijarlo en el espacio, aunque sea como rastro.

Pues si es cierto que hablamos de un vacío, también es cierto que siempre hablamos de un lugar, de un aquí y ahora. Lejos de ser inmaterial, el arte contemporáneo es la forma más variada de materialidad que pueda hallarse: objeto, fenómeno, gesto, circuito, idea impresa, idea narrada, diseño, comportamiento, vínculo; es infinito todo lo que es susceptible de volverse arte.

Esa ruptura histórica e irreversible tuvo también consecuencias en la educación artística. Hoy sus contenidos pedagógicos son por definición inespecíficos. Nada más difícil que establecer una currícula, delinear un programa de estudio, determinar unas materias troncales, jerarquías y sistemas de evaluación en un territorio que se mueve y cambia permanentemente, al ritmo de la cultura de masas o, de lo que es lo mismo, la cultura del entretenimiento, de la que el arte ya no puede pretender una distancia garantizada. Como bien lo señala Boris Groys en su artículo Education as infection -al que este texto le debe mucho- el arte contemporáneo está infectado por tres elementos insoslayables: el mercado, la política y la globalización.

Lejos de horrorizarnos por esta afirmación, acompañamos la idea de que en este sistema, todo artista debe lidiar de manera más o menos consciente, más o menos activa, con este fenómeno de infección, a riesgo incluso de dejar de hacer arte. En todo caso el artista va probando sus propias reacciones hacia el medio, atravesando momentos de shock, debilidad, resistencia, adaptación y finalmente proponiendo sus propias renovaciones.

Describir y analizar desde una perspectiva histórica, el panorama educativo de las artes a nivel local es algo que apenas se ha hecho y que sería de mucha utilidad para entender las relaciones entre el arte y la sociedad que lo produce. Entre escuelas públicas, universitarias, centros culturales, y la miríada de propuestas e iniciativas particulares (entre ellas la práctica muy autóctona de la clínica), si hay algo que no le falta a nuestro medio son situaciones de aprendizaje y enseñaza en torno al arte. Además, cada ciudad argentina tiene su propio fenómeno artístico, su propia relación con la profesión y el mercado, con lo público y lo privado. Pero la pregunta sigue siendo: ¿qué se puede aprender y qué se puede enseñar? Un artista hoy no tiene que saber nada a priori para hacer una obra, y sí puede aprender las cosas más diversas. Pero justamente, para no entrar en un circuito de razonamiento que se parece a una víbora mordiéndose la cola,  deberíamos detenernos en un punto que nos puede servir de ancla: en esa capacidad que tiene el arte contemporáneo de proponerse como forma de conocimiento. Es decir, más allá y antes de la decisión de ser artista o de hacer una obra continuada en el tiempo y el espacio, lo que todos podemos hacer es una experiencia de conocimiento a través del arte. ¿Y cómo sería esto? ¿Cómo se conoce algo partiendo de una plataforma que, como dijimos antes, está vacía por definición?

El arte parece proveer la posibilidad de practicar un tipo de inteligencia holística, integradora, que va a contrapelo de la especificidad del conocimiento actual. Esto no quiere decir que los artistas no sean o se vuelvan expertos, cualquiera sea aquello que hacen en cada caso. El capricho, la obsesión, la persistencia y la repetición están en el repertorio de trastornos de todo artista o de  quien quiera realizar un proceso de conocimiento a través del arte. Investigar la historia de una fábrica, tensar y preparar un lienzo, recolectar basura, aprender los sonidos de un idioma para hacer playback, hacer un herbolario de plantas con propiedades psico-farmacológicas, aprender a hacer embutidos con la propia sangre, pulir una pieza de aluminio, componer una imagen en Photoshop, armar un pdf con vínculos a los sitios que mencionan una frase, programar, reproducir los códigos visuales de una campaña política, volverse un arqueólogo de la propia historia sentimental, hacer un perfume, hornear una cantidad enorme de masa, inflar un objeto de papel, recolectar títulos de las portadas de los diarios, conocer las propiedades del sonido en el espacio, son acciones que ejemplifican la variedad de técnicas y saberes que pueden ponerse en juego en la factura de una obra de arte o de un fenómeno artístico. Todo esto  implica un aprendizaje que muchas veces se encara desde cero y con una finalidad puntual, que a veces es duradera y en otros casos, efímera.

Entonces no podemos decir que el arte carezca de expertos, pero sí tenemos que admitir que esos conocimientos pueden variar muchísimo y no son, a priori, estrictamente predecibles dentro de los límites de las disciplinas artísticas como tales.  Por eso es importante mantener a mano la imagen del vacío: porque lo que distingue al arte de cualquier otra forma de producción de conocimiento es que ese proceso puede ser hecho por cualquiera, en cualquier momento, de cualquier forma, y comenzar en cualquier punto de la vida de quien lo lleva a cabo, desde un punto cero más o menos absoluto.

Alejándose del virtuosismo, el arte rehabilita una forma de aprendizaje que puede evadir los protocolos científicos, esos que han permeado toda nuestra percepción del mundo y muchos hábitos cotidianos, por lo menos en Occidente. Y lo hace aun valiéndose del ensayo y el error,  incluso cuando se centra en procesos de tipo científico como parodia, crítica o utilizándolos en su beneficio. Cuando el arte contemporáneo se involucra con la ciencia la vuelve decorativa o bricolage; se obnubila con sus trucos, explota su ilusionismo, la lleva al ámbito de la vida doméstica, se ríe de su asepsia; es decir, la usa. El arte sabe, y en esto sigue siendo irreverente; con el Amo no se habla: se lo desobedece o se acata lo que dice. Y  la ciencia es hoy, más que nunca, esa caja negra desde la que sale la voz del Amo. No hay demasiadas posibilidades para el lego, de absorber esa tremenda masa de conocimiento que la ciencia ha acumulado y de integrarla entre sí y a su vida de una manera orgánica. Ese exceso no nos alcanza en la vida cotidiana, ni siquiera para explicarnos las cosas más básicas, menos aún aquellas que están ligadas a los temas más trascendentes. Más bien estamos rodeados de procesos que no entendemos y que nos llevaría toda una vida entender, a menos que tomemos ciertos atajos. Ahí vuelve a aparecer la posibilidad de percibir creando. Investigar con herramientas propias,  partir de una meseta para ir comprobando cómo algo se construye o se desarma.

Todas aquellas situaciones en las que un grupo de personas se junta a hablar sobre lo que hace, sobre lo que crea o lo que intenta crear, da lugar a preguntas que rodean y provocan ese hacer.  Esto implica una tarea de desarme y genera chispas que van prendiendo pequeños focos de pensamiento. Es interesante ver los intentos por ponerse de acuerdo en torno a una palabra y cómo se crea, a medida que un conjunto de personas va desarrollando este diálogo en el tiempo, una especie de alfabeto propio del grupo, que está a su vez hecho de lo que las palabras significan para lo colectivo. Una educación artística puede ser muchas cosas pero tiene que ser, en principio, la posibilidad de juntarse a conversar, mirar junto a otros, dejar que los sonidos y las imágenes resuenen en el espacio que se habita en común. Aunque sea por un rato, y luego ocupar ese espacio con nuevas palabras, metáforas y preguntas. Si no existiera ese proceso de comprobación del sentido de hacer algo, muy poca gente podría seguir creando. Sin duda hay momentos de la creación que son solitarios y extremadamente específicos, pero sin este espacio de encuentro, de contaminación como dice Groys, no hay arte. Se trata de un lugar donde la infección y el vacío se llevan bien.

Desde hace un par de años coordino una actividad en el CIA que se parece a esto, o al menos lo intenta. A partir de junio de 2013, la actividad  asumió el nombre de Tertulia, en honor al tipo de encuentro que se daba en el siglo XIX entre los artistas e intelectuales de una comunidad de manera regular, para debatir e intercambiar opiniones sobre el propio medio. En ese sentido, los encuentros pretenden ser un lugar de reflexión sobre la producción propia y su relación con el contexto. Se intenta que los temas tratados vayan siempre de lo individual a lo colectivo, evitando en lo posible el análisis de tipo psicológico que abunda en la práctica de las llamadas clínicas de arte.

La heterogeneidad del grupo –en términos de producción, experiencia, proveniencia y formas de abordaje de lo artístico- genera, además de una variedad muy valiosa en sí misma  sobre lo que podemos ver, escuchar y aprender. Una situación que implica tener que revisar algunos significados que por lo general damos por sentado. Las sutiles modulaciones que puede adquirir la palabra contemporáneo ya ofrecen un tema de debate. Otro punto que aparece y es puesto a prueba todo el tiempo, es la diferencia en las formas de circulación y recepción de cada formato artístico.  La expresión cruces disciplinarios ha sido usada en exceso pero quizás es preferible al término híbrido, que es acrítico por definición. Los bordes disciplinarios se mueven, pero aún existen, como existen las palabras que definen diversos campos,  y aún tiene sentido usarlas, en principio porque describen diferentes pactos con el espectador. Las diversas formas de arte se visitan entre sí, de la misma manera en que cualquier aspecto de la realidad visita al arte, y viceversa: modificándose, construyéndose mutuamente.

Y quizás el punto más potente del encuentro -aunque no necesariamente el más sencillo- sea que los participantes, al provenir de medios diferentes y con códigos artísticos muchas veces ajenos entre sí, actúan como catalizadores de las preguntas más básicas. A los fines de definir una disciplina, un músico y un artista visual pueden tener o no una base formativa común, de la misma manera que alguien que proviene del campo del cine puede  aportar algunas preguntas sobre la danza que quizás un bailarín ya no se hace. Este tipo de combinación potencia la curiosidad mutua y funciona, por contraste, como un vacío que es ocupado cada vez de manera diferente.

Abordar una obra de arte partiendo de un vacío en común, genera preguntas y respuestas que se van ensayando y construyendo entre todos. El arte parece ser un lugar donde esto se da con mucha frecuencia y quizás la educación artística deba simplemente velar por la continuidad de ese vacío. 

Para revista CIA, Buenos Aires, 2013.

Publicado Issu en 2014.

Notas sobre Tertulias, actividad coordinada por Leticia Obeid en CIA (2012-2015), para descargar.