[TXT] La falda y la montaña

Delia Cancela, Buenos Aires, 2003.

-Soy desesperadamente optimista, me dice Delia, mientras tomamos el té.

-¿Cómo es eso?, le pregunto.

-Bueno, es así como suena -me responde. Tengo una pequeña tristeza que me acompaña desde siempre, pero por eso practico el optimismo con desesperación, me aferro a él.

Junto a la mesa del taller, sobre un caballete vertical, está una pintura-dibujo de la serie Te amo, te odio, en homenaje a Pierre Bonnard. Me sorprendo enterarme de que ha nombrado a cada una de ellas de la misma manera en que yo nombré un video, homenaje también: con la B. “B. en azul”; “B. en rojo”, etc. Tengo la sensación, desde hace muchísimos años, desde que vi a Delia por primera vez, de que siempre me dice las cosas, o me habla de algo, con un sentido del tiempo espeluznantemente exacto, casi de médium. Hay algo en ella que parece avizorar, anticiparse, a lo que está por suceder.

Lo mismo decía Benjamin –a quien dediqué aquel video, y mis devaneos por París, la ciudad más… delianacanceliana… ¿cómo decirlo?- sobre la moda:

“El más ardiente interés de la moda reside para el filósofo en sus extraordinarias anticipaciones. Es sabido que el arte, de muchas maneras, como por ejemplo en imágenes, se anticipa en años a la realidad perceptible. Se han podido ver calles o salones que resplandecían en fuegos multicolores antes de que la técnica, a través de los anuncios luminosos y otras instalaciones, los colocara bajo una luz semejante. De igual modo, la sensibilidad del artista por lo venidero llega mucho más allá que la de una gran señora. Y, sin embargo, la moda está en un contacto mucho más constante y preciso con las cosas venideras merced a la intuición incomparable que posee el colectivo femenino para aquello que el futuro ha preparado. Cada temporada trae en sus más novedosas creaciones ciertas señales secretas de las cosas venideras. Quien supiese leerlas no sólo conocería por anticipado las nuevas corrientes artísticas, sino los nuevos códigos legales, las nuevas guerras y revoluciones. Aquí radica sin duda el mayor atractivo de la moda, pero también la dificultad para sacarle partido.” [1]

Uno de los primeros dibujos de Delia, que en esta muestra vamos a poder ver, es un pequeño retrato de una pequeña costurera. La niña remienda una media, de perfil, sentada en el suelo. Hay algunos detalles asombrosos en el dibujo, hecho a su vez por otra pequeña niña: la expresión absorta, con la boca abierta, de la adorable modelo; su moño rosa en la frente, casi como una tiara protectora; el costurero en el piso, minuciosamente descripto; el cuadrillé del vestido, dibujado en modo plano, como harían los nabi, esa banda de amigos y profetas a la que pertenecía el mismo Bonnard. Hay una decisión extraordinaria ahí, tomada por la dibujante: al remedar el cuadriculado de manera mimética pero sin perspectiva no hay sólo una limitación en la destreza –que por otra parte abunda en el dibujo, sin duda- sino una decisión estética de poner por delante la forma, antes que la verdad. La belleza primero, esa necesidad vital e impostergable.

“En una tela se puede coser cualquier cosa: palabras, monedas, secretos”, dice el personaje del modisto encarnado por Daniel Day Lewis en El hilo fantasma, de Thomas Paul Anderson. En otra escena de la película, veremos a su amante/musa/esclava/ama descubrir un pequeño rectángulo de tela en el dobladillo de un vestido de novia, que lleva bordada la frase never cursed, nunca maldecida, o nunca engualichada, se podría traducir; el tejido dentro del tejido, a modo de talismán. ¿Es esa cualidad lo que le fascina a Delia de la tela, la posibilidad de hacer algo real con ella? ¿Hacer real un deseo? (Para acotar la definición de lo real, digamos: algo que exista en tres dimensiones, por ejemplo.) Puede ser. No es coser lo que le interesa, su madre cosía, ella conoce el oficio, no es esa parte la que le atrae, no. Es el dibujo, el momento de planificar, de crear la forma de ese deseo y, quizás, una forma más perfecta aún que la luego existirá en tres dimensiones. O sea, ajustar esa realidad como se retoca una prenda sobre el cuerpo, dando puntadas, o tocando algunos detalles. En ese vaivén entre las dos y las tres dimensiones, en esa fricción, se va juntando energía, como si fuera una pequeña usina y con eso se alimenta el hacer; los detalles son como tronquitos que mantienen el hogar encendido.


[1] Walter Benjamin, Libro de los Pasajes, p. 93, B1 a, 1

En el año 2003 le hice a Delia una breve entrevista en video, con una sola pregunta, mejor dicho, un pedido: describir una obra de arte que recordara de manera particularmente intensa. Podía o no ser una obra favorita y por arte se entendía: lo que fuera. Delia eligió los Nenúfares de Monet, quizás una de las primeras series de pinturas hechas en formato instalación del siglo XX, pensadas para el espacio tridimensional desde su propia concepción. En ese espacio, dice ella, podía recuperarse y volver a respirar, cuando estaba triste o desasosegada. Era como una especie de terapia intensiva, explicaba a la cámara. Para ilustrar la anécdota con mayor precisión, mostraba un libro infantil donde se ve el dibujo de una niñita sentada en el banco central, mirando las obras.

¿Por eso hacemos arte, quizás, para agarrar lo bello, para combatir la tristeza? sigue Delia, en nuestra charla punteada por encuentros que se han repartido a los largo de casi dos décadas.  El primero de ellos fue en julio de 2001, en el subsuelo de la casa de ropa Juana de Arco, que a la sazón tenía un espacio de arte allí, justo al lado del taller de costura. Yo estaba desolada, después de comprobar que mi plan de montaje para una muestra que iba a inaugurar en dos días, había fallado por completo: los retazos de tela que quería colgar no podían ser clavados al muro, que había resultado ser de concreto, con los alfileres que había traído junto con la obra, desde Córdoba. Un detalle tan pequeño, un mínimo desliz en la comunicación, había desarmado todo el esquema. Delia pasaba por ahí y bajó la escalera, como una especie de ángel menudo, y después de un par de paseos alrededor de los objetos, me dijo: tenés que hacer así, y asá, y pedirles que bajen el mueble de arriba, ese largo, y ponés las cosas así, y voilá. Me había curado la muestra en dos minutos. Nunca tan bien usada esa palabra.

Hace unos años mi papá venía a visitarme y en la terminal de ónmibus de Paraná encontró el libro Moda para principiantes, ilustrado por Delia. Me lo trajo de regalo.

Si eso no es poner la belleza al alcance de la mano, no sé qué cosa lo es. Recién ahora voy a poder ver los originales en el museo, pero ese librito era tan delicioso como las ilustraciones amadas de la colección Robin Hood, un remolino de magia.

Delia me regaló otras dos cosas que atesoro, a lo largo de los años: confianza en mi propia forma de dibujar, y una frase hermosa, de esas que podría tatuarme en la nuca, como alguna vez me contó que hizo con una muñequita Barbie de las que se quemaron en aquel incendio trágico. La frase decía, dice: El amor es más importante que el arte. Vaya elegancia, delicadeza de espíritu, pienso. Amor, felicidad, tristeza, son todas palabras muy difíciles de llenar, por otra parte. De coser, o bordar, o dibujar. Entro a buscar a Bonnard en Google y me encuentro con que le llamaban “El pintor de la felicidad”. Sin embargo se considera que la vida doméstica retratada por él, esos entornos de colores alegres y suntuosos, ofrecen también algunos elementos inquietantes, no necesariamente felices: los colores fríos adelante y los cálidos atrás, al revés de la tradición, los rostros siempre difusos –eso que hoy llamaríamos “fuera de foco”-, los cuerpos femeninos fragmentados, atrás de una puerta entreabierta, o de espaldas, nunca mirándonos, nunca dejándose ver del todo y la perspectiva, específicamente: escorzada al máximo, forzada a un punto casi imposible. Pero ¿quién dijo que la felicidad es lineal, continua?  Justo en estos días una amiga me cuenta que su hijo, después de una fiesta de pijamas en la casa que había estado muy divertida y había sido muy esperada por él, le dijo: no, no estoy feliz ahora. ¿Pero cómo?, le preguntó ella, alarmada. Bueno, le dice él, estuve muy feliz en la fiesta, sí, pero ahora mismo no. O sea, no se puede estar feliz todo el tiempo, ¿no cierto?

Ah, la mirada infantil, ese escorzo bendito, ese punto de vista insobornable. Quizás haya algo de esa mirada que Delia ha podido preservar, a la manera en que Benjamin mismo lo decía: una forma de ver que no está domesticada, donde acción y percepción se juntan. Una falda puede ser una campana o una montaña, con sus valles y pliegues; la pechera, más compacta que la falda, puede llevar un delta. Con tela podemos hacer una casita, una cueva, una miniatura del mundo; la ropa misma puede ser un hogar, un lugar, un habitáculo. Los niños saben esconderse debajo de una frazada, y mirar desde allí, agazapados en ese fortín efímero. Ir y volver del estado animal al humano sólo depende, a veces, de la ropa. Ir y volver en el tiempo, como si éste fuera puro espacio y a veces sólo bastara falta unir dos puntas de un tejido para retomar el relato ahí donde lo habíamos dejado, es una capacidad infantil, pero también un regalo de la creatividad cuando se ha ido acumulando en capas, como un fajo de telas.

Creo que es toda una fiesta, un acontecimiento, que se reúna la obra de una artista que ha producido mucho, sola y con otros, en una línea temporal que hace firuletes, pliegues y volados porque su obra va y viene y se sigue haciendo, y sigue siendo siempre ella misma, presente puro, con algunos segundos de adelanto. O eso que hace la moda: adivinar y crear el futuro, al mismo tiempo.

Escrito para y publicado en el catálogo de su muestra retrospectiva en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, 2018.