Este año quise ver los Oscar pero me aburrí. Así que el lunes siguiente, en el repaso matutino de noticias por internet, me llegó la alegría resumida al ver que Frances McDormand había ganado su segunda estatuilla, que quedó bajo una mesa durante el festejo y le fue robada por un rato. Hace poco, después de recibir el premio a mejor actuación en los Golden Globes dijo: bueno, basta de fotos, vamos ya a tomar tequila. Es de imaginar que así estaba después del Oscar, relajada, sin maquillaje y bebiendo con sus amigos. Expresamente había pedido que no le hicieran propuestas de trabajo a las mujeres durante la fiesta, sino después, en sus oficinas, en los estudios, a sus representantes.
Una cosa llevó a la otra, y terminé buscando Fargo en YouTube, de la que sólo encontré algunos fragmentos. Eran tal como los recordaba, y los recuerdo intensamente, porque para mi fue una película formadora. Tiene mis elementos favoritos: una narración perfecta que se va desquiciando, un humor cáustico y tierno a la vez, un escenario pueblerino y su correspondiente acento regional, malandras amateurs, ciudadanos comunes que se vuelven criminales en un mal paso, una fotografía tan virtuosa que ni la televisión de aire logra desmerecer y, sobre todo, tiene una heroína inolvidable. En plena era de las protagonistas femeninas, es fácil olvidar la carencia que tuvimos de ellas en el cine y en la tv. Ahora probablemente las compañías productoras han descubierto un nicho demográfico que las alienta a filmar historias donde las mujeres ya no están de adorno, y así, a golpes de focus groups –igual que nuestro gobierno– la pantalla se ha poblado de una parte del relato que faltaba, aún cuando es de suponer que todavía queda transformar la perspectiva, para poder decir que la voz y la mirada femeninas han cobrado el lugar que no tenían.
Pero en aquel momento, y desde mi feminismo precario y desinformado, el personaje de Margie me dio mucha felicidad. Ahí estaba una mujer policía –mal que nos pese la profesión, que en Argentina no insta a la identificación rápida– pragmática, aseñorada y tan pícara como perseverante, desarmando una red del crimen desde atrás de su panza de ocho meses de embarazo. Mi secuencia favorita ocurre casi al principio: Margie oye el teléfono a la madrugada, en un dormitorio lleno de cachivaches, como toda casa yanqui, y se levanta sin chistar. Su marido, Norm, le prepara unos huevos revueltos, pese a sus protestas, porque ella quiere que él aproveche para dormir un ratito más. Desayunan sentados en una mesa muy pequeña, junto al alféizar de la ventana, repleto de figuritas de porcelana, mientras afuera aún es de noche y la nieve ha cubierto todo. Una imagen perfecta de la felicidad doméstica. Margie sale a trabajar, llega a la escena del crimen en la ruta helada, mira los cadáveres y se agacha, como para vomitar. Su compañero le pregunta si está bien, ella le contesta: sí, sí, sólo son las náuseas de la mañana, pero ya está, uf, tengo hambre de nuevo.
Otra escena hermosa también ocurre entre Margie y Norm: una noche están arrebujados en la cama, viendo la tele, y él le cuenta, con mucha discreción, que sus pinturas de patos han entrado a un concurso de estampillas. Ella lo felicita como si se hubiera ganado el premio Nobel, aunque discretamente también; se nota que su orgullo no es sobreactuado. Felices los dos, esta mujer tan fuerte, y su marido sensible y sensato, en armonía cada uno con sus mundos divergentes, compartiendo la cama y las esperanzas.
En una entrevista que encontré, ella explica que en ese entonces los hermanos Cohen eran buenos narradores, pero no se daban mucha maña construyendo personajes femeninos. Probablemente éste haya sido una contribución de ella, no sólo en la actuación, sino también en la escritura. Mostrando un contraste entre épocas muy evidente, en la serie actual de dos temporadas basadas en la película, las mujeres han ganado un lugar mucho más grande, y podemos verlas desde más cerca, con sus contradicciones, temores y deseos, actuando en sus entornos a pesar de todos los obstáculos. En la serie es mucho más visible el esfuerzo enorme que tienen que hacer por ser oídas y creídas. Si Margie era respetada por sus colegas, apoyada en sus decisiones aunque fuera de una manera paternalista, las mujeres del Fargo actual tienen que sobrepasar una serie de barreras de género mucho más marcadas. ¿Qué cambió entonces, entre una y otra, con casi 20 años de diferencia en la realización? Probablemente la percepción, la conciencia de esas limitaciones que antes estaban ubicadas en un punto ciego, en el que los Cohen se paran fugazmente y con cierta timidez. En cambio hoy es más fácil señalar esos obstáculos, revisar el pasado con otra mirada, reconstruir un ambiente mirando otros detalles. Ninguna de las dos Fargo es verdaderamente un alegato feminista y, probablemente, si hilamos más fino en el análisis de las voces y las miradas nos encontraremos con muchas ausencias, producto de que las mujeres aún no trabajan en un plano de igualdad en todos los sectores y mucho de lo que se filma, se graba y se edita, aún está bajo la égida de una tradición masculina en la fábrica de imágenes. De hecho cuando Frances recibió su primer Oscar, en 1996, su discurso de agradecimiento se centró en su cuñado que hizo de ella una actriz, en su marido, que hizo de ella una mujer, y en su hijo, que hizo de ella una madre, dicho en sus palabras. Esta vez los nombró también, pero el gesto más fuerte que hizo fue pedirles a todas las trabajadoras del cine que se levantaran de sus butacas, así veíamos cuántas son, y cuánto les debemos.