El hogar de mis sueños

Ganhei de presente o livro “Preparación para el amor” (2015) de Leticia Obeid – publicado pela pa(rent)esis no Brasil – em uma viagem a Argentina, em fevereiro deste ano, quando ainda podíamos transitar pelo mundo. Comecei e terminei a leitura dessa delicadeza de escrita ainda nos primeiros dias de isolamento. Ela transita pela escrita, vídeo, pintura e instalação, tendo participado da 54ª Bienal de Veneza em 2011. Obeid acaba de lançar seu novo romance “Bajo sus pies“. Para esta edição do Ensaio Palavra-Imagem, ela sugeriu algumas fotos de objetos afetivos de sua casa em Córdoba e o resultado foi um ensaio recheado de memórias e gatilhos para diferentes emoções.

Cassiana Der Haroutiounian, Editora de Entretempos, Folha de S.Paulo (entretempos.blogfolha.uol.com.br)

EL HOGAR DE MIS SUEÑOS

Siempre he tenido sueños muy nítidos, largos, narrativos. Todos soñamos, no es nada excepcional, pero me refiero a que soy de esas personas afortunadas que pueden recordar fragmentos largos de lo soñado, cruzar esa frontera de la vigilia trayendo en las manos una parte aunque sea de ese tesoro. Cuando era niña, empezaba a contar mis sueños en el desayuno y en mi casa me decían: resumí, querida, resumí.

Algunos sueños son tan potentes que dejan su impronta en todo el día que les sigue, como un color que tiñe lo que me pasa luego. En algunas películas fantásticas donde el o la protagonista viaja en el tiempo, suele suceder que la prueba de ese viaje es un objeto que trae consigo. En algunos casos el objeto llega al otro lado con sus características originales. En otros, muestra súbitamente el paso del tiempo. Por ejemplo puede ser una joya que perdió sus piedras preciosas, o un metal que ya no brilla, o un pedazo de tela que de repente se ha raído o perdido su color. Hay algo en ese truco de magia que captura la manera en que pensamos el tiempo como un espacio: el pasado atrás, el presente acá, el futuro adelante.

Durante la cuarentena recuerdo más aún mis sueños y son más movidos y cinematográficos que nunca. A veces me despierto cansada como si hubiera estado en una película de Indiana Jones. Hay uno que se repite mucho y tiene el siguiente argumento: me tengo que ir de un lugar y tengo poco tiempo para prepararme. Empiezo a armar las valijas, que de repente son muchas, pero nunca termino de llenarlas. O mejor dicho, se llenan, rebalsan de cosas, y nunca logro cerrarlas. Siempre queda algo más por agregar. En ese transcurso voy tomando dimensión de todo lo que no voy a poder llevarme y cada vez me angustio más. En cierta forma, no consigo resumir, no me vuelvo portátil.  Con respecto al espacio, un escenario que se repite siempre en mis sueños es la casa de mi infancia, con muchas variantes, donde los objetos siempre son los protagonistas.

Hace unos meses leí un artículo de Emanuele Coccia[1] que me dejó impactada y rumiando durante días y días las ideas que él desarrolla ahí. Cada párrafo parece tener todos los tesoros que querría llevarme conmigo en una huida intempestiva pero también nos regala una serie de propuestas para pensar este nuevo estar en el que nos encontramos. Particularmente me impresionó su crítica a la ecología como ideología patriarcal, y la manera en que desarma la idea de hogar. El hogar, dice él, no está definido por paredes y un techo sino por los objetos que circulan en el espacio, que lo pueblan, que dialogan con nosotros, los humanos. En esa danza de las cosas y las personas todos se van volviendo sujetos, todos somos importantes y necesarios. Hablamos con las cosas –metafóricamente a veces, otras, literalmente, ¡sobre todo cuando nos enojamos con algo que no funciona! De repente, en el confinamiento, la cocina se vuelve el centro del hogar, parece ser el punto que más objetos imprescindibles reúne en una casa. En mi departamento de Buenos Aires la cocina es muy pequeña y poco confortable y aún así en los últimos meses pasé ahí muchas horas preparando comidas y conservas, aprendiendo el arte del kimchi y otras cosas que requieren mucha elaboración. Habría que investigar qué nos llevó a tantos a interesarnos por el procedimiento de las conservas en esta cuarentena. Probablemente tuvo algo que ver con una preocupación en torno al tiempo.

También se me volvieron importantes la silla que uso para trabajar, el colchón en el que duermo, las almohadas. Luego aparecieron algunos artículos ligados a la gimnasia: una banda elástica, una colchoneta, una pelota de tenis. Ordené también mis libros, separé los no leídos de los leídos, para tener más a mano a mis nuevos amigos. Puse al fondo la ropa que sabía que no usaría en mucho tiempo y dejé adelante sólo lo que me resultaba más cómodo y fácil de lavar. Con la computadora y el teléfono me volví más simbiótica que nunca, por supuesto. Y en la entrada de mi casa hice un pequeño altar con productos desinfectantes, barbijos y elementos para la salida a la calle. Dejé un par de zapatillas del lado de afuera de la puerta, y adentro me calzo otro que parece nunca ensuciarse. La tijera que uso para cortarme el pelo se volvió crucial y también las cosas rotas, que lamenté no haber arreglado a tiempo.


[1] https://ficciondelarazon.org/2020/04/22/emanuele-coccia-revertir-el-nuevo-monacato-global/?fbclid=IwAR14kvxbkYzTHjROIydZWwqH3zAe_GQJ5D0lzTyF3jnh5tSDwCg1muoe12I

A casi seis meses de esta nueva vida, viendo que casi todo mi trabajo se puede hacer de manera remota, decidí venirme a la casa de mi infancia, en la provincia de Córdoba. Aquí estoy pasando una nueva cuarentena estricta desde hace diez días, para tener la certeza de que estoy sana y de que no traigo la peste conmigo. Por ahora va todo bien. Mi madre ya no está, pero sí sus objetos y a través de ellos seguimos conversando. Cuando llegué todo parecía un poco triste, un poco deslucido. Pero con el correr de los días las cosas parecen animarse y emitir una nueva luz. El aire nuevo entró al espacio y ya no hay olor a encierro. Por el contrario, siento el perfume precioso de la primavera incipiente y por las noches salgo al patio a aspirar el olor a leña que tanto amo, el olor a noche, el olor a estrellas, a plantas, a llanura.

Una coreografía conocida se repite: cerraduras que se traban; cortinas que no bajan y esperan que una mano desenrolle los hilos; lámparas que solo responden a cierto toque; el control remoto del televisor necesita una palmadita en la espalda; el termotanque no corta su trabajo, hay que darle descanso de manera periódica y planificar con un par de horas de antelación la ducha, para no pasar frío; la cortadora de pasto se rompió este verano pero como hay una gran sequía nada crece, por el momento no se extraña; la estufa a gas anda cuando quiere, eso sí es un poco más grave en los últimos días fríos. Y así vamos entonces, recorriendo el espacio y haciendo movimientos, ellos y yo, hasta que nos empezamos a entender mejor. Esta vez, como sé que voy a estar más tiempo, me tomo todo con más compromiso, con más amor, diría. Limpié los estantes de la cocina, tiré la comida vencida, desalojé a algunos insectos –¡perdón!- y le avisé a la araña del dormitorio que esta vez no puede poner sus huevos en el placard de la ropa. Deseo con todo mi corazón que nazcan algunas flores así vuelven los colibríes a visitarnos, como siempre hacen cuando llega el calor. Por otra parte, en este viaje conocí a un personaje nuevo que es una coneja gigante que tiene mi vecina y viene de visita y arrasa con las plantas del jardín. Cooper, se llama. Es muy bonita, le perdono que se coma algunos verdes a cambio de que me deje tocar su lomo suavecito.

Pero lo que más me reconforta, apenas llego, es mirar algunos objetos queridos, ver que están ahí aún. Por ejemplo, un molino de viento en miniatura que hizo un tío que era obrero, con recortes de metal de la fábrica, para mi hermano. También una figurita de madera, que se parece a una perra que tuvimos que se llamaba Peca. Hay souvenires de viajes y una fuente de madera tallada en una comunidad wichí, en Salta, con forma de pez; una tortuguita de metal, que supo ser un cenicero y que mi mamá instaló en el patio, porque según el feng shui atraería la longevidad. Claramente en su caso no funcionó pero no nos hemos atrevido a mover a la tortuga de ahí, por las dudas.

No me voy a detener acá en la vieja dicotomía belleza/utilidad. Ya se han escritos miles de tratados y textos sobre eso y sigue siendo una discusión sin resolverse. Solo llego a pensar que el día que nos animemos a desarmar esta casa, vamos a tener que decidir el destino de muchos objetos y cosas y elegir también qué nos llevaremos al otro lado de la frontera, como en las películas y los sueños. Posponemos ese momento, no queremos llegar a él, me he dado cuenta. Pero mientras tanto le damos vida a las cosas en la fricción del encuentro, hacemos un hogar aquí y sé que podemos hacerlo también en otros lugares, con otros sujetos, de otras maneras.

Noetinger, Córdoba, 11 de septiembre de 2020

Diario de Cuarentena

El Museo de Arte Contemporáneo de La Boca invitó a Lila Siegrist y Leticia Obeid a llevar una correspondencia entre el 25 de abril y el 3 de mayo de 2020. Estas cartas se enviaban por mail a los lectores, cada día.

                                         

Rosario, 25 de abril

Hola, mi querida y estimada Leti:

en primer lugar, contarte que es un honor cruzar correspondencia con vos. Festejo esta idea del equipo de trabajadores del MARCO, que nos convoca a conversar. Me gustan estas invitaciones y algunas reglas que alimenten sensibilidades, aunque al momento de trabajar jamás las atienda. Pienso en vos. Pienso mucho en vos. Pienso en la primera obra tuya que vi, pienso en tus libros, en cómo es ver y escribir, en cómo es vivir en Buenos Aires, en cómo son nuestros compromisos militantes.

Me pasan cosas por estos días. Cuando digo que me pasan cosas, es que estoy en esos momentos esporádicos en los que sí te concentrás mucho en algo las ideas se corporizan. A tal punto que regulo mucho mis pensamientos, mi volición y las imágenes que resuelven mis deseos, regulo mis horizontes, mis proyecciones para ser prudente. Temo volverme un médium, pero no del más allá sino, del más acá. Será el reposo y este otro tiempo que se abre entre nosotros y para adentro de nuestro torrente. Te cuento esto xq he pensado en vos, como el algoritmo que condiciona nuestras pantallas, pero ahora con el amor. He pensado en vos y, también, debo admitirlo en cuanto me llegó la propuesta desde el museo, rogué a la Tierra y a todo el Litoral Húmedo que me toque escribirme con vos. Si, te lo aseguro por los talones de mis chicos, me dije: Leti, Leti, Leti, dulce Leti, hagamos un ejercicio juntas. Y, acá estamos.
No quiero atorarte de entusiasmo y tópicos para conversar, seguro irán surgiendo. Ahora tengo que ir a la dentista a que me ajusten los fierros de las ortodoncias por lo que rajo a completar la literatura de las declaraciones juradas que nos permiten salir y circular.

Te abrazo,
Lila.                                                                                    

Buenos Aires, 26 de abril

Lila hermosa,

te cuento que cuando me contactaron para escribirme con vos les djie que sí en seguida. Me gustan mucho las cartas, y pensé que me iba a hacer bien leerte, contestarte, conversar sin el apuro del teléfono o los mensajes. Después de decirles que sí, repasé en mi memoria si alguna vez había hecho esto públicamente y me acordé de que hace un par de años me invitaron a hacer lo mismo, o parecido (porque en aquel caso pudimos leerlo en vivo) con Cuqui, de Córdoba. Tan intensamente pensé en Cuqui que al rato había un mensaje de ella en Facebook. Juro que hacía como un año que no nos comunicábamos, si no más. Te cuento esto porque me parece la prueba de que, si pensamos con intensidad, pueden pasar algunas cosas, tal como decís. Así que hay que usar nuestro poder de brujildas con sabiduría. En otra época hubiéramos hecho esto en papel, cosa que seguramente vos llegaste a experimentar en tu adolescencia, y me puedo imaginar que te habrá dado gusto, como a mí. Escribir, enviar, esperar, recibir, abrir, leer, y volver a empezar. Cuando te llegaba la carta de alguien que te contaba su estado de ánimo, ese estado seguramente ya se había diluido, como una tormenta. Era cosa del pasado, pero se la leía en presente. Ese rastro del tiempo en el objeto, que se impregna del momento, me fascina.

¿Sabés lo que estoy haciendo desde que empezó la cuarentena? Parece una locura, pero creo que me vas a entender. Agarro textos manuscritos de escritores que me gustan, que encuentro escarbando en internet, derivando (generalmente del siglo XIX o XX, cuando aún se escribía a mano); los calco en papeles, usando la luz de la pantalla, como si fuera un banco de luz o mesa de luz, no sé -tiene un nombre especial en fotografía ese dispositivo que sirve para mirar negativos, capaz vos sepas-. La cuestión es que copio las formas primero en lápiz, porque lo tengo que hacer con la pantalla vertical, y después le paso arriba la tinta con plumín, o birome, o una fibra fina, lo que sea más parecido. Ahí voy mirando lo que veo en la pantalla y siguiendo la huella que me hice. Es decir que copio y recreo, pero nunca queda igual, porque el gesto del otro tiene un automatismo que es muy difícil repetir y que se choca con mi propio gesto. Te diría que la letra es imposible de copiar, es casi como una huella digital. Pero esa actividad casi imposible me ha servido como anclaje en estos días tan extraños. No es que no me guste estar en mi casa, al contrario, es lo que más me gusta, pero el rigor de la cuarentena y el confinamiento solitario piden que nos inventemos algunas ceremonias para que los días se hilvanen, no?.

Me hiciste reír con eso de que para salir a arreglarte los fierros tenías que completar toda una literatura! fierro y pluma! hermoso. ¿Cómo la estás llevando, querida Lila? Contáme lo que quieras.

Un abrazo largo como la ruta que va de acá hasta tu casa, en Rosario.

Leti.

Correspondencia completa

[TXT] Eso que llaman amor (al arte) es trabajo no pago

En estos días estamos viviendo una paradoja muy particular, muy propia de los momentos significativos de la historia, en los que todos estamos juntos en una especie de ola que nos lleva, nos trae, nos sacude a la vez. Como nunca antes, el problema es global y simultáneo, más allá de las mil diferencias y singularidades de lo local. En este estado de emergencia compartida, la paradoja es que el tiempo apremia, como en la escena de la bomba, y también parece detenido. Los días se parecen, las rutinas previas se han diluido, nuestras vidas ya no están compartimentadas en espacios diferentes: muchos –no todos, claro, los que podemos- hacemos todo en un mismo lugar.  El tiempo se ha espesado alrededor de esa bomba que nos enloquece con su sonido de reloj, que nunca para.

Pero ¿qué pasaría si, para seguir usando ejemplos cinematográficos, detuviéramos el tiempo de verdad y nos animáramos a cortar los cables, a probar diferentes opciones, antes de que la bomba estalle? ¿Qué pasaría si, con esos minutos o segundos extra, pudiéramos encontrar la solución y evitar el estallido? No el estallido revolucionario, vale aclarar, sino ese que nos podría aniquilar.

Quise usar esta imagen de la urgencia para poder pensar algunos problemas del arte, ese campo de producción que no es considerado urgente y sin embargo nunca para, como esas máquinas diseñadas para no parar nunca, a riesgo de que jamás vuelvan a arrancar si lo hacen. La política no suele tener al arte entre sus prioridades, la economía no lo menciona casi nunca, las ciencias sociales no lo tienen entre sus objetos de estudio, mucho menos las ciencias duras que, en momentos de pandemia son la estrella del pensamiento humano (ay, cuántos padres querrían cambiar a sus hijos artistas por un m´hijo el dotor en estos días!).  Y acá viene lo maravilloso, lo sorprendente de todo esto: resulta que en plena urgencia planetaria, en medio de un denso estupor colectivo, como si no hubiera mañana estiramos el brazo con desesperación buscando un poco de arte para consumir. Como si fuera oxígeno.

Me invitaron a escribir para dialogar con el texto de Alfredo Aracil, publicado acá. Dije que sí y después me pregunté si no era abonar un poco la situación de la que siempre nos quejamos: hacer y hacer gratis. Pero este texto es pago y en este momento eso parece casi un milagro. Además de ser pago, más allá de algunas reglas de estilo, es absolutamente libre, por supuesto. (Y este detalle no es menor a la luz del debate reciente en torno a un grupo de Facebook que se armó como una iniciativa para compartir textos en PDF. Como algunos lectores quizás sepan, este grupo que a la sazón tiene unos 17.000 integrantes, llegó a compartir libros de escritores vivos editados recientemente y, frente al pedido de una escritora de que bajaran su libro, se desencadenó un debate sobre los derechos de autor, la naturaleza de las tareas intelectuales y creativas, el reparto y acceso a bienes culturales, el sesgo de género en estos ataques y otras cuestiones cruciales tanto para el campo literario como para el de las artes visuales, que es el que nos interesa en este debate.)

Muchas de las cosas que nos preocupan son previas a la pandemia, a saber: la sobrecarga de trabajo en todos los ámbitos, también el artístico, ocasionada muchas veces por la mala remuneración pero también por leyes de mercado bastante inhumanas, abonadas a su vez por una serie de prácticas institucionales incorrectas, improvisadas, cuando no irresponsables. Viene sucediendo algo que se agudizó de manera notable durante la cuarentena, pero que no es nuevo: en contextos de crisis, las instituciones –privadas y públicas- no dejan de producir eventos, contenidos, muestras y tal, sino que lo hacen a cuenta de sobreexplotar a cada eslabón de la producción. Así es común ver a directoros de instituciones con episodios de stress dignos de un director o directora de hospital, curadores haciendo varias muestras a la vez, galeristas agotados de llenar formularios y penar para cubrir el alquiler de sus locales, sin dinero suficiente para producir muestras, artistas y otros agentes del arte atosigados de tareas docentes, escritura de textos para muestras, artículos críticos o periodísticos, y changas de todo tipo. A las tareas tradicionales se ha sumado también todo un abanico de actividades ligadas a la promoción y la publicidad del trabajo mismo: todos sabíamos ser nuestros propios secretarios, ahora somos también nuestros community managers. Facebook, Instagram, Twitter, Youtube, Vimeo, Zoom, han sido los protagonistas de la cuarentena. De repente nuestros remilgos con respecto a formar parte del espectáculo como industria se hacen humo: ahora somos, y sin haber firmado ningún contrato, parte de la industria del entretenimiento puro y duro.

Hacía apenas dos o tres días que la fase dura de la cuarentena había empezado, mientras los planes para el primer semestres iban cayendo todos, uno por uno y estrepitosamente, y ya los artistas, a pesar del estupor general, estábamos prestando videos para muestras online; organizando o participando de vivos en Instagram; haciendo videos o fotos de nuestros espacios de trabajo improvisados en casa, listas de recomendaciones de muestras, libros, películas, series; escribiendo cartas en público con otros colegas; actualizando el sitio web; etc. En general las invitaciones a generar contenidos no son remuneradas pues se supone que el artista se beneficia de la difusión de su trabajo.

Lo curioso es que se suelen elegir las obras más famosas, los libros más leídos, las películas más vistas. Es decir, generalmente se le invita a artista a divulgar no las partes menos conocidas de su producción sino las más, justamente, difundidas. Lo cual muestra que la coartada de la difusión es falsa. Se supone que, en el caso de los artistas visuales, el objeto único que producimos y vendemos, quizás alguna vez y con todo el viento a favor, compensa este trabajo que entraría en la órbita de la publicidad. Es decir que, por esa difusa promesa de mercado, solemos hacer un canje simbólico que nos tiene siempre corriendo en la rueda del hámster. Es como si el propio objeto que creamos nos maniatara a la hora de concebirnos como trabajadores. Cualquiera con un poco de ganas de pensar en el asunto verá que la hora de trabajo de un artista tiene un precio tan variable que va del negativo –el momento en que alguien se endeuda para producir algo; el momento en que compramos materiales, o equipos, o involucramos a otros sustrayéndonos por tanto de un tiempo remunerado- a cifras comparables a lo que cobra un profesional de la salud, un abogado que ha seguido un caso por un buen tiempo o, en el caso de los artistas más famosos y establecidos, una suma que ningún asalariado podría jamás cobrar en toda una vida de trabajo. Esta variación dificulta por supuesto que los artistas se agremien o se sientan parte de una comunidad homogénea.

Pero justamente una de las cosas que quizás más nos confunde es pensar que el mercado se limita al comercio de objetos, cuando lo que hay son fuerzas de trabajo en muchas direcciones y con muchas diferentes especificidades, como lo muestra el gráfico realizado por las artistas y gestoras Soledad Sanchez Goldar y Soledad Dahbar (abajo).

Este gráfico -que algunos pueden cuestionar por el hecho de que el artista está en el centro- tiene la enorme virtud de que condensa un trabajo de visualización y de descripción de por lo menos la enorme variedad de tareas en torno a la creación artística. Iluminar la gran cantidad de acciones que se llevan a cabo nos sirve para varias cosas: primero para saberlas y recordarlas, en el caso de que nos olvidemos. Después para darle dignidad de trabajo a todo lo que hacemos, incluso si lo disfrutamos. Sirve como base para empezar a pensar las situaciones como susceptibles de organización colectiva y política. Y también ayuda a ver todos los cables que hacen andar a la máquina y probar si, aunque sea durante un ratito, podemos desactivarla.

El gran otro

Se dobla pero no se rompe: una historia de las voces en el doblaje latinoamericano

Abstract de la conferencia

La neutralidad es un problema para la lengua, una práctica de aplanamiento de las identidades y también una herramienta de circulación de contenidos en la era global. Uno de los ejemplos más ilustrativos es el doblaje, la técnica por la cual se superpone un idioma a la producción audiovisual original. Surgido en los albores del cine sonoro, el doblaje se convirtió en un imprescindible dispositivo de traducción, y tuvo una historia general y otras particulares, dependiendo de la necesidad de países y zonas idiomáticas. Un interesante ejemplo de esto fue el doblaje mexicano, que supo ser hegemónico durante varias décadas, volviéndose la norma para los hispanohablantes y modelando una educación sonora y cultural para el resto de Hispanoamérica. La historia de este oficio nos permite pensar las tensiones entre lo particular y lo general, lo global y lo local, la imagen y el texto, y también las maneras en que los idiomas se retroalimentan y guardan trazos de las transformaciones culturales, como un material vivo y en constante cambio.    


La séptima edición del Seminario Fundación Cisneros, Disrupciones– Dilemas de la imagen en la contemporaneidad, conceptualizado y dirigido por Ileana Ramírez, Directora de Programas de la CPPC, se llevó a cabo el 16 de marzo del 2018, en el Centro Cultural Chacao, en Caracas.

Programa

[TXT] La falda y la montaña

Delia Cancela, Buenos Aires, 2003.

-Soy desesperadamente optimista, me dice Delia, mientras tomamos el té.

-¿Cómo es eso?, le pregunto.

-Bueno, es así como suena -me responde. Tengo una pequeña tristeza que me acompaña desde siempre, pero por eso practico el optimismo con desesperación, me aferro a él.

Junto a la mesa del taller, sobre un caballete vertical, está una pintura-dibujo de la serie Te amo, te odio, en homenaje a Pierre Bonnard. Me sorprendo enterarme de que ha nombrado a cada una de ellas de la misma manera en que yo nombré un video, homenaje también: con la B. “B. en azul”; “B. en rojo”, etc. Tengo la sensación, desde hace muchísimos años, desde que vi a Delia por primera vez, de que siempre me dice las cosas, o me habla de algo, con un sentido del tiempo espeluznantemente exacto, casi de médium. Hay algo en ella que parece avizorar, anticiparse, a lo que está por suceder.

Lo mismo decía Benjamin –a quien dediqué aquel video, y mis devaneos por París, la ciudad más… delianacanceliana… ¿cómo decirlo?- sobre la moda:

“El más ardiente interés de la moda reside para el filósofo en sus extraordinarias anticipaciones. Es sabido que el arte, de muchas maneras, como por ejemplo en imágenes, se anticipa en años a la realidad perceptible. Se han podido ver calles o salones que resplandecían en fuegos multicolores antes de que la técnica, a través de los anuncios luminosos y otras instalaciones, los colocara bajo una luz semejante. De igual modo, la sensibilidad del artista por lo venidero llega mucho más allá que la de una gran señora. Y, sin embargo, la moda está en un contacto mucho más constante y preciso con las cosas venideras merced a la intuición incomparable que posee el colectivo femenino para aquello que el futuro ha preparado. Cada temporada trae en sus más novedosas creaciones ciertas señales secretas de las cosas venideras. Quien supiese leerlas no sólo conocería por anticipado las nuevas corrientes artísticas, sino los nuevos códigos legales, las nuevas guerras y revoluciones. Aquí radica sin duda el mayor atractivo de la moda, pero también la dificultad para sacarle partido.” [1]

Uno de los primeros dibujos de Delia, que en esta muestra vamos a poder ver, es un pequeño retrato de una pequeña costurera. La niña remienda una media, de perfil, sentada en el suelo. Hay algunos detalles asombrosos en el dibujo, hecho a su vez por otra pequeña niña: la expresión absorta, con la boca abierta, de la adorable modelo; su moño rosa en la frente, casi como una tiara protectora; el costurero en el piso, minuciosamente descripto; el cuadrillé del vestido, dibujado en modo plano, como harían los nabi, esa banda de amigos y profetas a la que pertenecía el mismo Bonnard. Hay una decisión extraordinaria ahí, tomada por la dibujante: al remedar el cuadriculado de manera mimética pero sin perspectiva no hay sólo una limitación en la destreza –que por otra parte abunda en el dibujo, sin duda- sino una decisión estética de poner por delante la forma, antes que la verdad. La belleza primero, esa necesidad vital e impostergable.

“En una tela se puede coser cualquier cosa: palabras, monedas, secretos”, dice el personaje del modisto encarnado por Daniel Day Lewis en El hilo fantasma, de Thomas Paul Anderson. En otra escena de la película, veremos a su amante/musa/esclava/ama descubrir un pequeño rectángulo de tela en el dobladillo de un vestido de novia, que lleva bordada la frase never cursed, nunca maldecida, o nunca engualichada, se podría traducir; el tejido dentro del tejido, a modo de talismán. ¿Es esa cualidad lo que le fascina a Delia de la tela, la posibilidad de hacer algo real con ella? ¿Hacer real un deseo? (Para acotar la definición de lo real, digamos: algo que exista en tres dimensiones, por ejemplo.) Puede ser. No es coser lo que le interesa, su madre cosía, ella conoce el oficio, no es esa parte la que le atrae, no. Es el dibujo, el momento de planificar, de crear la forma de ese deseo y, quizás, una forma más perfecta aún que la luego existirá en tres dimensiones. O sea, ajustar esa realidad como se retoca una prenda sobre el cuerpo, dando puntadas, o tocando algunos detalles. En ese vaivén entre las dos y las tres dimensiones, en esa fricción, se va juntando energía, como si fuera una pequeña usina y con eso se alimenta el hacer; los detalles son como tronquitos que mantienen el hogar encendido.


[1] Walter Benjamin, Libro de los Pasajes, p. 93, B1 a, 1

En el año 2003 le hice a Delia una breve entrevista en video, con una sola pregunta, mejor dicho, un pedido: describir una obra de arte que recordara de manera particularmente intensa. Podía o no ser una obra favorita y por arte se entendía: lo que fuera. Delia eligió los Nenúfares de Monet, quizás una de las primeras series de pinturas hechas en formato instalación del siglo XX, pensadas para el espacio tridimensional desde su propia concepción. En ese espacio, dice ella, podía recuperarse y volver a respirar, cuando estaba triste o desasosegada. Era como una especie de terapia intensiva, explicaba a la cámara. Para ilustrar la anécdota con mayor precisión, mostraba un libro infantil donde se ve el dibujo de una niñita sentada en el banco central, mirando las obras.

¿Por eso hacemos arte, quizás, para agarrar lo bello, para combatir la tristeza? sigue Delia, en nuestra charla punteada por encuentros que se han repartido a los largo de casi dos décadas.  El primero de ellos fue en julio de 2001, en el subsuelo de la casa de ropa Juana de Arco, que a la sazón tenía un espacio de arte allí, justo al lado del taller de costura. Yo estaba desolada, después de comprobar que mi plan de montaje para una muestra que iba a inaugurar en dos días, había fallado por completo: los retazos de tela que quería colgar no podían ser clavados al muro, que había resultado ser de concreto, con los alfileres que había traído junto con la obra, desde Córdoba. Un detalle tan pequeño, un mínimo desliz en la comunicación, había desarmado todo el esquema. Delia pasaba por ahí y bajó la escalera, como una especie de ángel menudo, y después de un par de paseos alrededor de los objetos, me dijo: tenés que hacer así, y asá, y pedirles que bajen el mueble de arriba, ese largo, y ponés las cosas así, y voilá. Me había curado la muestra en dos minutos. Nunca tan bien usada esa palabra.

Hace unos años mi papá venía a visitarme y en la terminal de ónmibus de Paraná encontró el libro Moda para principiantes, ilustrado por Delia. Me lo trajo de regalo.

Si eso no es poner la belleza al alcance de la mano, no sé qué cosa lo es. Recién ahora voy a poder ver los originales en el museo, pero ese librito era tan delicioso como las ilustraciones amadas de la colección Robin Hood, un remolino de magia.

Delia me regaló otras dos cosas que atesoro, a lo largo de los años: confianza en mi propia forma de dibujar, y una frase hermosa, de esas que podría tatuarme en la nuca, como alguna vez me contó que hizo con una muñequita Barbie de las que se quemaron en aquel incendio trágico. La frase decía, dice: El amor es más importante que el arte. Vaya elegancia, delicadeza de espíritu, pienso. Amor, felicidad, tristeza, son todas palabras muy difíciles de llenar, por otra parte. De coser, o bordar, o dibujar. Entro a buscar a Bonnard en Google y me encuentro con que le llamaban “El pintor de la felicidad”. Sin embargo se considera que la vida doméstica retratada por él, esos entornos de colores alegres y suntuosos, ofrecen también algunos elementos inquietantes, no necesariamente felices: los colores fríos adelante y los cálidos atrás, al revés de la tradición, los rostros siempre difusos –eso que hoy llamaríamos “fuera de foco”-, los cuerpos femeninos fragmentados, atrás de una puerta entreabierta, o de espaldas, nunca mirándonos, nunca dejándose ver del todo y la perspectiva, específicamente: escorzada al máximo, forzada a un punto casi imposible. Pero ¿quién dijo que la felicidad es lineal, continua?  Justo en estos días una amiga me cuenta que su hijo, después de una fiesta de pijamas en la casa que había estado muy divertida y había sido muy esperada por él, le dijo: no, no estoy feliz ahora. ¿Pero cómo?, le preguntó ella, alarmada. Bueno, le dice él, estuve muy feliz en la fiesta, sí, pero ahora mismo no. O sea, no se puede estar feliz todo el tiempo, ¿no cierto?

Ah, la mirada infantil, ese escorzo bendito, ese punto de vista insobornable. Quizás haya algo de esa mirada que Delia ha podido preservar, a la manera en que Benjamin mismo lo decía: una forma de ver que no está domesticada, donde acción y percepción se juntan. Una falda puede ser una campana o una montaña, con sus valles y pliegues; la pechera, más compacta que la falda, puede llevar un delta. Con tela podemos hacer una casita, una cueva, una miniatura del mundo; la ropa misma puede ser un hogar, un lugar, un habitáculo. Los niños saben esconderse debajo de una frazada, y mirar desde allí, agazapados en ese fortín efímero. Ir y volver del estado animal al humano sólo depende, a veces, de la ropa. Ir y volver en el tiempo, como si éste fuera puro espacio y a veces sólo bastara falta unir dos puntas de un tejido para retomar el relato ahí donde lo habíamos dejado, es una capacidad infantil, pero también un regalo de la creatividad cuando se ha ido acumulando en capas, como un fajo de telas.

Creo que es toda una fiesta, un acontecimiento, que se reúna la obra de una artista que ha producido mucho, sola y con otros, en una línea temporal que hace firuletes, pliegues y volados porque su obra va y viene y se sigue haciendo, y sigue siendo siempre ella misma, presente puro, con algunos segundos de adelanto. O eso que hace la moda: adivinar y crear el futuro, al mismo tiempo.

Escrito para y publicado en el catálogo de su muestra retrospectiva en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, 2018.

[TXT] El feminismo es de todxs

Bocanada, de Graciela Sacco (fragmento)

Un grupo de artistas elaboró un documento para promover prácticas solidarias y desactivar reflejos machistas en la actividad. Escribe Leticia Obeid (*), de una de las impulsoras.

Nadie nace feminista. Muchxos mueren sin haber siquiera sospechado la posibilidad de serlo. Tampoco ocurre de un día para otro. Volverse feminista es en todo caso un camino muy largo hecho de sucesivas experiencias de rebeldía, iluminaciones y frustración, alivios y complicidades. Significa haber reemplazado una serie de certezas por una miríada de preguntas desesperantes. Volverse feminista es un camino de intensa deconstrucción subjetiva pero que, sin el andamiaje de la búsqueda y la acción colectivas, puede ser tortuoso, maniqueo y limitado.

Por momentos, volverse feminista puede sentirse como haber tomado la pastilla roja, en Matrix: un acto de conciencia irreversible, que hace que muchas cosas ya no puedan ser vividas ni miradas nunca más de la misma manera. Un día te encontrás revisando tu pasado amoroso, tu historia laboral, los libros que leíste, las películas que viste; en los informativos empezás a notar los enfoques, en la radio detectás las (des)proporciones en la presencia/ausencia de la voz femenina; en las canciones amadas, la violencia. Tu presente se convierte en un material de estudio, y una serie de velos comienza a caer, algunos con cierta gracia, otros estrepitosamente, como si fueran espejos que se rompen.

Detectar la existencia de un sistema destinado a someternos por medio de artilugios conceptuales impuestos con autoritarismo a lo largo de los siglos es suficientemente difícil para hacerlo en soledad. Por el contrario, el feminismo como movimiento colectivo toma velocidad, gana fuerza y puede cambiar el entorno. Tampoco es privativo del género, ni de la orientación sexual: el feminismo es de todxs, y puede ser para todxs. En constante evolución y mutación, ha sabido vincularse y dar lugar en su seno a los debates culturales más interesantes de los últimos 150 años. Nada le es ajeno, nada es demasiado pequeño para su lupa, que ama los detalles tanto como los paisajes gigantes: las leyes laborales, la historia de la cultura, el trabajo doméstico, la ciencia, la política, el poder, la relación con la naturaleza, la sexualidad, la maternidad, la paternidad, la anticoncepción, el aborto, son algunos de sus temas vitales.

En este caso, el foco está puesto en la situación de las mujeres –como género autopercibido, fundamentalmente– en el arte, pero si queremos recortar esa figura nos encontraremos con muchas dificultades: no hay forma de aislar a las mujeres del resto del tejido social. Su trabajo, su situación, sus postergaciones, su relación con la clase, el origen étnico y su ubicación geográfica, pueden darnos una idea bastante precisa de la evolución de una civilización. Allá, en un planeta utópico, el feminismo no sería necesario. Acá, en la Tierra, la manera en que cada sociedad lo trata, lo piensa, lo hace crecer o lo reprime, nos habla de una concepción general sobre la justicia, la libertad y la dignidad de sus integrantes.

Para aquellxs que piensan que el arte es un objeto de lujo que puede postergarse para cuando “las cosas estén bien”, la iniciativa de conformar un Compromiso de práctica artística feminista puede parecer una iniciativa trivial. Para lxs que pensamos que el arte es una necesidad vital, un sistema de pensamiento, afectos, una economía ligada a las economías más grandes, una manera de vivir más que de sobrevivir, este es un planteo imprescindible: las mujeres somos productoras de arte, de pensamiento, de trabajo, de eternidad, y merecemos por lo tanto un lugar de soberanía en el mundo actual, que ya no puede ser minimizado ni despreciado.

En todo caso nos toca empezar a generar estadísticas pero también lecturas mucho más profundas de esos números que, sabemos, nunca son neutrales. Nos toca modificar situaciones, patrones de conducta muy arraigados y, por eso, muchas veces invisibles. Nos toca organizarnos, debatir, conversar y luchar. Y todo esto mientras seguimos haciendo, produciendo, amando y viviendo.

Que nadie crea que es un trabajo fácil. Pero que estos desafíos no nos asusten porque lo que está en juego es un cambio de paradigma, que ya está en marcha, que nos hace guiños, que da chispazos pero que, sobre todo, ha mostrado su potencia y su capacidad de atravesar las capas sociales, las fronteras nacionales, religiosas y lograr una transversalidad apabullante.

Las herramientas que tenemos, queremos compartirlas; los recursos que nos han sido negados, queremos que se redistribuyan. El feminismo es valiente pero no vengativo, y aspira a liberar a TODXS de la opresión ejercida desigualmente sobre el género, en una cultura que ya ha sido patriarcal por demasiado tiempo.

(*) Artista visual, participó en la redacción del “Compromiso de práctica artística feminista”. El debate acerca de este documento se inició en su muro de Facebook.

Link al artículo

Mirtha Dermisache. Porque ¡yo escribo!

Mesa redonda en ocasión de la apertura de la muestra Mirtha Dermisache. Por que ¡yo escribo!, el 10 de agosto de 2017 en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA).

La mesa, coordinada por Lucrecia Palacios, sirve de introducción a la exposición de Mirtha Dermisache, a la vez que hace públicos documentos y obras no expuestos. Participaron Agustín Pérez Rubio –curador de la exposición y director de Malba– y los artistas Eduardo Stupía y Leticia Obeid.

Además de contextualizar su trabajo, Pérez Rubio desarrolla en el encuentro los criterios curatoriales que se tuvieron en cuenta para la realización de la muestra. Eduardo Stupía, quien participó de las Jornadas del Color y la Forma que Dermisache organizaba, restituye aquella experiencia. La participación de Leticia Obeid permite reponer la tradición visual que entiende la escritura como imagen, leyendo la obra de Dermisache a partir de prácticas contemporáneas.

DATOS DE LA MUESTRA EN MALBA

[TXT] El relato que faltaba

Este año quise ver los Oscar pero me aburrí. Así que el lunes siguiente, en el repaso matutino de noticias por internet, me llegó la alegría resumida al ver que Frances McDormand había ganado su segunda estatuilla, que quedó bajo una mesa durante el festejo y le fue robada por un rato. Hace poco, después de recibir el premio a mejor actuación en los Golden Globes dijo: bueno, basta de fotos, vamos ya a tomar tequila. Es de imaginar que así estaba después del Oscar, relajada, sin maquillaje y bebiendo con sus amigos. Expresamente había pedido que no le hicieran propuestas de trabajo a las mujeres durante la fiesta, sino después, en sus oficinas, en los estudios, a sus representantes.

Una cosa llevó a la otra, y terminé buscando Fargo en YouTube, de la que sólo encontré algunos fragmentos. Eran tal como los recordaba, y los recuerdo intensamente, porque para mi fue una película formadora. Tiene mis elementos favoritos: una narración perfecta que se va desquiciando, un humor cáustico y tierno a la vez, un escenario pueblerino y su correspondiente acento regional, malandras amateurs, ciudadanos comunes que se vuelven criminales en un mal paso, una fotografía tan virtuosa que ni la televisión de aire logra desmerecer y, sobre todo, tiene una heroína inolvidable. En plena era de las protagonistas femeninas, es fácil olvidar la carencia que tuvimos de ellas en el cine y en la tv. Ahora probablemente las compañías productoras han descubierto un nicho demográfico que las alienta a filmar historias donde las mujeres ya no están de adorno, y así, a golpes de focus groups –igual que nuestro gobierno– la pantalla se ha poblado de una parte del relato que faltaba, aún cuando es de suponer que todavía queda transformar la perspectiva, para poder decir que la voz y la mirada femeninas han cobrado el lugar que no tenían.

Pero en aquel momento, y desde mi feminismo precario y desinformado, el personaje de Margie me dio mucha felicidad. Ahí estaba una mujer policía –mal que nos pese la profesión, que en Argentina no insta a la identificación rápida– pragmática, aseñorada y tan pícara como perseverante, desarmando una red del crimen desde atrás de su panza de ocho meses de embarazo. Mi secuencia favorita ocurre casi al principio: Margie oye el teléfono a la madrugada, en un dormitorio lleno de cachivaches, como toda casa yanqui, y se levanta sin chistar. Su marido, Norm, le prepara unos huevos revueltos, pese a sus protestas, porque ella quiere que él aproveche para dormir un ratito más. Desayunan sentados en una mesa muy pequeña, junto al alféizar de la ventana, repleto de figuritas de porcelana, mientras afuera aún es de noche y la nieve ha cubierto todo. Una imagen perfecta de la felicidad doméstica. Margie sale a trabajar, llega a la escena del crimen en la ruta helada, mira los cadáveres y se agacha, como para vomitar. Su compañero le pregunta si está bien, ella le contesta: sí, sí, sólo son las náuseas de la mañana, pero ya está, uf, tengo hambre de nuevo.  

Otra escena hermosa también ocurre entre Margie y Norm: una noche están arrebujados en la cama, viendo la tele, y él le cuenta, con mucha discreción, que sus pinturas de patos han entrado a un concurso de estampillas. Ella lo felicita como si se hubiera ganado el premio Nobel, aunque discretamente también; se nota que su orgullo no es sobreactuado. Felices los dos, esta mujer tan fuerte, y su marido sensible y sensato, en armonía cada uno con sus mundos divergentes, compartiendo la cama y las esperanzas. 

En una entrevista que encontré, ella explica que en ese entonces los hermanos Cohen eran buenos narradores, pero no se daban mucha maña construyendo personajes femeninos. Probablemente éste haya sido una contribución de ella, no sólo en la actuación, sino también en la escritura. Mostrando un contraste entre épocas muy evidente, en la serie actual de dos temporadas basadas en la película, las mujeres han ganado un lugar mucho más grande, y podemos verlas desde más cerca, con sus contradicciones, temores y deseos, actuando en sus entornos a pesar de todos los obstáculos. En la serie es mucho más visible el esfuerzo enorme que tienen que hacer por ser oídas y creídas. Si Margie era respetada por sus colegas, apoyada en sus decisiones aunque fuera de una manera paternalista, las mujeres del Fargo actual tienen que sobrepasar una serie de barreras de género mucho más marcadas. ¿Qué cambió entonces, entre una y otra, con casi 20 años de diferencia en la realización? Probablemente la percepción, la conciencia de esas limitaciones que antes estaban ubicadas en un punto ciego, en el que los Cohen se paran fugazmente y con cierta timidez.  En cambio hoy es más fácil señalar esos obstáculos, revisar el pasado con otra mirada, reconstruir un ambiente mirando otros detalles. Ninguna de las dos Fargo es verdaderamente un alegato feminista y, probablemente,  si hilamos más fino en el análisis de las voces y las miradas nos encontraremos con muchas ausencias, producto de que las mujeres aún no trabajan en un plano de igualdad en todos los sectores y mucho de lo que se filma, se graba y se edita, aún está bajo la égida de una tradición masculina en la fábrica de imágenes. De hecho cuando Frances recibió su primer Oscar, en 1996, su discurso de agradecimiento se centró en su cuñado que hizo de ella una actriz, en su marido, que hizo de ella una mujer, y en su hijo, que hizo de ella una madre, dicho en sus palabras. Esta vez los nombró también, pero el gesto más fuerte que hizo fue pedirles a todas las trabajadoras del cine que se levantaran de sus butacas, así veíamos cuántas son, y cuánto les debemos.

Ver en Radar

ES LA ECONOMÍA, INTELIGENTE!

La frase “Es la economía, estúpido!”, acuñada en 1992 por James Carville, entonces asesor de campaña de Bill Clinton, sigue circulando, desconectada ya de su autor, tomada por el sentido común, para explicar el origen, la causa y los efectos de muchas de las decisiones que se toman en el hacer humano. La economía es el nombre de una ciencia y por tanto de una parcela de conocimiento altamente especializado, algo que muchas veces se le deja al experto, pero también es un aspecto de la realidad, es un conjunto de saberes y mecanismos que nos atraviesa todos los días, modela nuestro paisaje y nuestras posibilidades, individuales y colectivas. Cuando escuchamos su nombre, solemos pensar en fuerzas tan grandes como las antiguas divinidades.
Pero, ¿qué sabemos de ella? ¿Cómo nos la explicamos? ¿Qué sucede con su vocabulario?

Jornada de charlas programada y presentada por Leticia Obeid

Sábado 12 de noviembre de 2016, de 11 a 20 hs.
Lugar: MOVIL-cheLA
Iguazú 451, Buenos Aires, Argentina
La actividad fue parte del programa 2016 de MOVIL

PROGRAMA

11hs: HISTORIA Y ECONOMÍA

El“origen” del capitalismo. Ubicación histórica. La naturalización del capitalismo como justificación ideológica. Formas de generación del excedente. La apropiación del excedente y la necesidad del ejército industrial de reserva. El capitalismo en las sociedades modernas y en las hodiernas. Las subjetividades y sus formas en el capitalismo post industrial.

Por Jorge Stitzman
Profesor en Historia (UBA) Docente en la Universidad de Buenos Aires, Universidad Nacional de Mar del Plata, Universidad del Salvador, Universidad de Belgrano, en la Escuela de Capacitación (CePA) deL Ministerio de Educación del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Creador y Coordinador del Proyecto de Formación (Cursos) del Complejo Teatral de la Ciudad de Buenos Aires. Dicta cursos y seminarios sobre su especialidad y en relación con el psicoanálisis.Ha publicado libros y artículos en revistas y universidades.

14hs: FE Y ECONOMÍA

Si algo caracteriza la modernidad, no es la desaparición de lo sagrado sino su disimulación bajo el manto de la razón y de la ciencia. En la economía, esta paradoja se expresa con toda su intensidad. Lo sagrado se vuelve herramienta de la dominación pero también principio de corrosión de la fe en un devenir común.

Por Alexandre Roig
Doctor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales en sociología económica del desarrollo (Francia) Decano del IDAES | UNSAM, Co- director del Centro de Estudios Sociales de la Economía (CESE) del IDAES de la UNSAM. Profesor Adjunto Regular, Investigador del CONICET. Autor de la “moneda imposible” en el Fondo de Cultura Económica.

17 hs: ECONOMÍAS DEL ARTE

La expansión de redes de intercambios sociales, materiales, intelectuales y simbólicos vinculados al arte entra en tensión con la persistencia de imaginarios que lo oponen a la economía. La connotación de libertad y satisfacción personal implícita en las prácticas artísticas subyace bajo la invisibilidad de su dimensión laboral. Cómo pensar la producción y circulación de arte a la luz del trabajo inmaterial y la creciente mercantilización de la experiencia, la sociabilidad y el conocimiento.

Por Guadalupe Chirotarrab
Arquitecta por la Universidad de Buenos Aires, curadora independiente e investigadora de arte contemporáneo. Cursó la Maestría en Historia del Arte Argentino y Latinoamericano en IDAES, Universidad Nacional de San Martín. Participó en el Programa de Artistas 2013 de la Universidad Torcuato Di Tella y actualmente es Agente del Centro de Investigaciones Artísticas. Dirigió la Galería Foster Catena entre 2009 y 2013. Publicó artículos sobre arte para diversos medios. Formó parte del jurado de artes visuales de la Bienal Arte Joven Buenos Aires 2015. Se desempeñó como docente en la UBA, la Universidad Nacional de las Artes e instituciones privadas. En 2015 obtuvo una Beca de investigación del Fondo Nacional de las Artes. 

18:30 hs: MECON, lectura de poemas

Por Mara Pedrazzoli
Economista graduada en la Universidad de Buenos Aires. Se crió en la ciudad de Campana pero vive en Buenos Aires y trabajó muchos años en el sector público. Se acercó a la literatura y escribió dos libros de poesía que hablan de su experiencia cotidiana, con una mirada extrañada, pueblerina y sensible. Nos vemos, el primer libro (Tammy Metzler, 2012) habla de la ciudad donde vive y estudia; Mecon, el segundo (Hoja de trabajo, 2014), de su lugar de trabajo, las prácticas cotidianas de los economistas de una oficina del Ministerio.

9 hs: CONSUMOS POLÍTICOS ECONOMÍAS DEL ARTE

El debate sobre el consumo popular se desplaza entre dos polos hoy en el debate latinoamericano: como consumación de una inserción subordinada y como modalidad en que la energía plebeya desacata mandatos de austeridad. Un punto fundamentalmente vinculado al consumo es la percepción de que los ingresos, sean o no salarios, son entendidos como renta, en el marco de lo que Foucault conceptualizó como la subjetivación neoliberal. Proponemos pensar, a partir del consumo como problema, una serie de racionalidades que son a la vez políticas y económicas y que, sobre todo, desacatan esa división.

Por Verónica Gago
Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires.
Se desempeña como docente en el IDAES (Universidad Nacional de San Martín) y en la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).Es autora del libro La razón neoliberal. Economías barrocas y pragmática popular (Tinta Limón, 2014). Colabora con diversos medios periodísticos.

[TXT] Imagen y (de)semejanza

Hace un tiempo traté de buscar un equivalente en español para una expresión que aparece mucho en las películas en inglés, muy específica: Don´t patronize me.  La traducción del adjetivo es fácil: “patronizing” significa “condescendiente”, pero cuando es verbo no suena tan contundente en español porque pierde la palabra “patron”, que es más patriarcal incluso que “padre”, más cercano quizás al amo medieval. ¿Qué tal suena “no me patronices”?

Cuando yo estudiaba artes en la Universidad Nacional de Córdoba, a mediados de la década del 90, era muy común que los profesores de pintura –hombres que a la sazón eran las estrellas de una academia bastante adormilada cuya aventura más reciente y extrema había sido incorporar las “novedades” de la transvanguardia italiana de los ´80- encontraran en cursos muy numerosos un puñado de muchachos a los que se les festejaban todas las cosas que hacían. Mientras más rústicos fueran, más expresionistas, sentimentales y amantes de la llamada línea sensible en el dibujo, mejor. A ellos se les enseñaba a confiar demasiado en sí mismos y en lo que hacían. A nosotras se nos enseñaba a aplaudirlos.

Aquella era una escena artística muy diferente a la actual. Quizás la palabra escena incluso no sea del todo correcta porque si algo faltaba en ella era el ámbito abierto, con espectadores. Los espacios públicos eran escasos, galerías casi no había; el mercado era una palabra exótica y los únicos que vendían algo eran los pintores mayores, algunos a compradores locales, otros tenían sus contactos en Buenos Aires. Quiero decir con esto que había muy poquito espacio simbólico y material para disputar. Y a los veinte y tantos, mis compañeras y yo en esa escuela éramos consideradas más en base a nuestro aspecto físico que en relación a lo que queríamos hacer como artistas. Y quizás por eso mismo nuestra forma de rebelión fue volvernos muy cerebrales. Renunciamos a lo que nos salía bien y nos pusimos a estudiar, a escribir, a pensar, a fabricar objetos y aprender cosas que no sabíamos hacer. Paradójicamente, esa exclusión nos llevo a estar mucho más cerca de un lenguaje contemporáneo.

Sin embargo, las voces autorizadas para hablar y escribir sobre arte, curar muestras y dirigir instituciones siguieron siendo, en su mayoría, masculinas. Muchos eran hombres formados en la misma facultad de humanidades que nosotras, pero en Filosofía y Letras. Y ahí aparece otro problema que también es muy local: la preeminencia de un discurso sobre las artes visuales emitido desde lo literario y no desde el mismo campo del arte. O sea, no digo que no pueda cualquier persona hablar o escribir sobre arte, sino que en general lo que conocemos es la autoridad indiscutida de la voz literaria sobre el discurso propio y específico del campo visual. Lejos de una práctica emancipatoria como la del maestro ignorante de Ranciére, o del do it yourself punk, lo que aparece ahí es el respeto excesivo a un solo tipo de inteligencia: la retórica.

Este curioso rasgo puede provenir de una tradición arraigada en la formación de nuestra identidad nacional, si se quiere. Como dice Graciela Silvestri:

“La cultura rioplatense fue una cultura textual en el largo periodo que se aborda. No aludo con esto a la relativa ausencia de imágenes plásticas –verificable en el siglo XIX, pero discutible desde inicios del siglo XX- sino al lugar jerárquico que la producción iconográfica ocupó en nuestra cultura. Se trata de la hegemonía del discurso escrito por sobre lo que una imagen plástica pueda decir; de la ausencia de autonomía de las figuras icónicas para liberar sentidos no determinados antes por las palabras; de la limitada alfabetización visual de productores y público, acorde con los límites técnicos y científicos de una cultura tradicionalmente humanista, es decir, letrada.” (El lugar común. Una historia de las figuras de paisaje en el Río de la Plata, Edhasa, Buenos Aires 2011,  p.25).

Lo que es extraño es que ahora que ya hay un desarrollo más fuerte de la teoría y los estudios visuales en varias ciudades argentinas, con una profusión de carreras de grado y posgrado dedicadas a las artes visuales, siguen apareciendo algunas figuras masculinas provenientes de las letras y de los estudios sociales, diletantes que ganan rápidamente una legitimidad que el medio les da sin mayores evaluaciones, para escribir, curar y hacer crítica de arte –todas prácticas de legitimación-, repitiendo este viejo modelo del escriba que toma la palabra sobre un campo dado, para lo cual muchas veces no tiene las herramientas conceptuales y la formación necesaria, no digamos ya algo del orden del amor por su objeto de estudio (en ese sentido, habría que estudiar en qué medida la aparición de un protomercado del arte y el fluir de algunos nuevos recursos económicos constituyen una poderosa atracción para algunas figuras que no encuentran un medio de vida en sus propios campos de investigación). Como sea, esta otra forma de patronizar es ejercida más a menudo por hombres que por mujeres, influyendo esto además en una visibilidad desigual de los géneros.

Por el contrario, la condición de ex-céntricas que seguimos teniendo en la cultura local nos ha enseñado a ser extremadamente autocríticas con lo que hacemos y prudentes en la crítica al trabajo ajeno. Incluso aquellas que somos productoras anfibias y andamos migrando de un mundo al otro, visitando una disciplina con la mirada de otra y viceversa, somos usualmente muy cuidadosas con los límites de cada campo. La posibilidad de construir un discurso sobre lo visual sin apelar a la autoridad de lo literario requiere renunciar a tomar atajos cómodos, no ocupar el lugar de la autoridad dada a priori. Quizás sea deseable que se desparrame un poco esa humildad intelectual que ha sido propia de las mujeres en nuestro medio. O, mejor aún, zarandear un poco las cosas para que la confianza y la humildad intercambien lugares y se repartan mejor. Creo que eso sería beneficioso para el trabajo de todos, para la convivencia, el entendimiento y la colaboración entre los géneros, hoy más urgentes que nunca en un país donde en el lapso de una semana oímos en los medios a un rockero justificando abiertamente la violación de mujeres mientras las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo salían a defenderse del hostigamiento del presidente de la Nación.

Urge encontrar formas de repartir mejor los esfuerzos y los resultados, las satisfacciones y las alegrías, compartir las experiencias, hablar y escuchar desarmando los patrones.

Texto publicado en revista El Flasherito, 2016.

[TXT] Cuídese mucho

Una obra nacida del despecho amoroso a causa de una infeliz carta de ruptura aterriza en el Centro Cultural Kirchner. Luego de un derrotero de más de siete años, tras haber sido estrenada en la Bienal de Venecia de 2007, llega la muestra de Sophie Calle. Se trata de una exhibición enorme que, pese a su volumen y al oportuno encuentro entre una carta y el espacio que fue creado como edificio de correo, parece quedar un poco perdida en el faraónico centro cultural. La historia es conocida: un hombre abandona a Calle por mail y ella decide enviar la carta a ciento siete mujeres para que la relean, analicen, diseccionen y escenifiquen. En el conjunto hay artistas visuales, compositoras, cantantes de ópera, diseñadoras, una filóloga, DJs, actrices famosas (entre ellas, una graciosa Victoria Abril que la reprende por ponerle reglas al amor), analistas del discurso, escritoras, la propia madre de Sophie, que le dice: finalmente él nunca iba a ser una persona simple, es un hombre de letras. El grupo es heterogéneo pero no tanto: traza una radiografía del mundo de la artista, rodeada de intelectuales, artistas y personas cultas.

Una larga fila de videos instalados en pantallas pequeñas que reposan sobre escritorios forma una especie de barrera antes de entrar a la sala principal. Aquí, la acústica del viejo Palacio de Correos hace un efecto de eco abrumador, que por momentos atenta contra la intimidad de las acciones.

Una vez en la sala principal, vemos una serie de fotos y textos ampliados y enmarcados, algunos de ellos legibles, otros no debido a la altura del montaje, y una serie de exquisitos retratos de las mujeres participantes y materiales recolectados durante el proceso, un procedimiento en el que la propia Calle ha hecho escuela. Videos, objetos, armarios que se abren y dejan ver su interior con cierto pudor, recetas médicas, respuestas de diferentes especialistas, amonestaciones, palabras de aliento y una entrevista de la artista con una terapeuta, discutiendo el asunto. A la derecha, en una sala muy pequeña, vemos la documentación de un grupo de obras que tuvieron lugar en Buenos Aires en el marco de la Bienal de Performance 2015, donde por primera vez se deja entrar a un grupo de hombres a dar una posible versión de los hechos. Ellos también son artistas e intelectuales, en este caso, locales. Pero en la masa total no llegan a modificar el espíritu de esta obra en la que la mujer parece la única experta en rupturas del corazón. Es ahí donde el majestuoso conjunto resbala hacia un feminismo algo anacrónico, donde la guerra entre los sexos se escenifica a la vieja usanza: las mujeres se abroquelan para defenderse del enemigo, sin dar lugar a las contradicciones propias de una división de géneros binaria. Pareciera que en este caso el arte les juega una mala pasada a la vida y sus ficciones, construyendo un relato fragmentado pero monolítico, donde la mujer es dueña de la palabra y tiene que dar cuenta de aquello que muchas veces es simplemente incomprensible: los dolores del amor. Por muy escenificado que esté el trauma, a esta obra le falta a la vez distancia con su tema y emoción.

Esa frialdad para tomar partido, que la misma autora practica, se esparce en los objetos, los textos, las fotos altamente estetizadas de esas modelos involuntarias que terminan formando parte de un catálogo de respuestas, en el que es difícil escapar del lugar común.

Sophie Calle, Cuídese mucho, Centro Cultural Kirchner, Buenos Aires, 26 de mayo – 23 de agosto de 2015.

Revista Otra Parte, julio de 2015

El doble de voz

El doblaje apareció con el cine sonoro y con el tiempo se convirtió en la forma de traducir las producciones audiovisuales a diferentes idiomas y también una manera de controlar la circulación de los contenidos. Esta charla performática es un recorrido por una historia intangible: la de la voz que acompaña a la imagen en movimiento.

Centro Cultural San Martín, Buenos Aires, 24 de octubre de 2015.

[TXT] Falklands Crush Saga

Es el 24 de noviembre de 2015 y la Argentina se sacude de a poco el cansancio y la resaca de un largo año electoral, plagado de nudos argumentales dignos de alguna miniserie vertiginosa sobre política y espionaje. Abundaron los sobresaltos, las alianzas y traiciones y, por momentos, la sensación se pareció a la de estar mirando el Aleph que todo lo contiene, donde el tiempo se superpone y se condensa: gestos históricos, voces del pasado, imágenes de un futuro bífido, un rodete, una(s) mano cortada(s), un bigotito afeitado a último momento, rock importado de los noventa, canciones setentistas y hits del pop de los ochenta; cada tanto alguna estrofa de Discépolo, mechada; desarrollismo del original y una muestrita del nuevo, peronismos y radicalismos en todas sus versiones, y así podríamos seguir enumerando infinitamente.

La nueva muestra de Lux Lindner, Falklands Crush Saga (The Shakesperean Equatorials), hace juego con este momento cazando capas temporales como si fueran insectos pacientemente diseccionados, a golpe de lápiz de color, sobre la hoja de papel: comedias y tragedias de Shakespeare se van poblando de personajes argentinos, como el Niño Mierda, un Leopoldo Galtieri abstemio o el mismo artista, autorretratado en algún momento de su juventud con una leyenda que le hace un guiño a Sergio de Loof, homenajes a Man Ray y a Rodolfo Azaro, una animación en la que una máquina de la justicia recorre el planeta del Principito y unas Malvinas se vuelven el mero escenario de un solitario juego digital. Historia e imaginación futurista pierden sus límites en el dibujo preciso y vigoroso de Lindner, que maniobra puntos de vista en combinaciones surrealistas.

Se sabe que en los albores del Renacimiento, cuando se inventó el método de la perspectiva cónica, con la práctica se comprendió rápidamente que, para lograr un efecto más mimético, había que hacer ciertas correcciones en las proporciones exactas. El artista (o dibujante o arquitecto) tenía que valerse de su propia sensibilidad para mejorar esas construcciones y entrampar sutilmente al ojo inocente. La representación de Lux parece más cercana a ese primer momento protocientífico, previo al truco coqueto de lo verosímil, y en sus dibujos se mezclan libremente la perspectiva geométrica de un solo punto de fuga con la llamada perspectiva caballera, que se usa en el dibujo técnico —idioma que se habla con fluidez en el mundo Lindner— y que supo ser la norma en la representación medieval, uno de los berretines de nuestro artista, quien dice estar buscando el gótico rioplatense.

Por eso, cada nuevo objeto construido de esta manera parece responder a un decálogo estricto de reglas combinatorias y también a una búsqueda más reciente de mecanismos narrativos y performáticos, por lo cual sus figuras logran habitar un planeta donde las leyes de gravedad son diferentes y la materia se comporta de otra manera. Los seres de los dibujos de Lux miran a los terrícolas con cierta sorna porque han logrado cosas que nosotros, físicamente, aún no podemos hacer, como por ejemplo aprender de la Historia, entenderla, reescribirla.

El uso del espacio, el mural de la pared más alta, el enmarcado de los dibujos, las frases impresas en vigas y rincones, y una materialización en pequeña escala del Niño Mierda frente a una animación convierten esta muestra en un juguete perfecto, probablemente una de las muestras más representativas del universo del autor.

Lux Lindner, Falklands Crush Saga (The Shakesperean Equatorials), Nora Fisch galería, Buenos Aires, 20 de noviembre – 30 de diciembre de 2015.

Publicado en Revista Otra Parte, Diciembre 10, 2015.

Oficina, en AUDIOTECA

Audioteca del Ministerio de Cultura de la Nación. Una serie de cuentos para tus oídos, dirigidos por la guionista y directora de cine Lucrecia Martel, y curado por la crítica, narradora y guionista de cine Graciela Speranza. 29 cuentos en la voz de grandes actrices y actores.

Centro Cultural Kirchner |Audioteca

Oficina, de Leticia Obeid, leído por Eva Bianco en Spotify

Reseña en Página 12

[TXT] Habitando el vacío: apuntes sobre la educación artística

El arte contemporáneo es un lugar vacío. Está tan vacío que puede ser ocupado por las más diversas sustancias y formas. No hay tecnología ni práctica ni fenómeno que tenga prohibida la entrada a ese territorio. Mucho más arriesgado es intentar formular definiciones de lo que es o no es arte, siempre se corre el riesgo de caerse de la Historia. Algunas obras supieron captar tempranamente esta característica y hacerla forma, como el Vivo Dito de Alberto Greco, que se limitaba a señalar con una tiza el paso de un caminante, apresando un fenómeno efímero para fijarlo en el espacio, aunque sea como rastro.

Pues si es cierto que hablamos de un vacío, también es cierto que siempre hablamos de un lugar, de un aquí y ahora. Lejos de ser inmaterial, el arte contemporáneo es la forma más variada de materialidad que pueda hallarse: objeto, fenómeno, gesto, circuito, idea impresa, idea narrada, diseño, comportamiento, vínculo; es infinito todo lo que es susceptible de volverse arte.

Esa ruptura histórica e irreversible tuvo también consecuencias en la educación artística. Hoy sus contenidos pedagógicos son por definición inespecíficos. Nada más difícil que establecer una currícula, delinear un programa de estudio, determinar unas materias troncales, jerarquías y sistemas de evaluación en un territorio que se mueve y cambia permanentemente, al ritmo de la cultura de masas o, de lo que es lo mismo, la cultura del entretenimiento, de la que el arte ya no puede pretender una distancia garantizada. Como bien lo señala Boris Groys en su artículo Education as infection -al que este texto le debe mucho- el arte contemporáneo está infectado por tres elementos insoslayables: el mercado, la política y la globalización.

Lejos de horrorizarnos por esta afirmación, acompañamos la idea de que en este sistema, todo artista debe lidiar de manera más o menos consciente, más o menos activa, con este fenómeno de infección, a riesgo incluso de dejar de hacer arte. En todo caso el artista va probando sus propias reacciones hacia el medio, atravesando momentos de shock, debilidad, resistencia, adaptación y finalmente proponiendo sus propias renovaciones.

Describir y analizar desde una perspectiva histórica, el panorama educativo de las artes a nivel local es algo que apenas se ha hecho y que sería de mucha utilidad para entender las relaciones entre el arte y la sociedad que lo produce. Entre escuelas públicas, universitarias, centros culturales, y la miríada de propuestas e iniciativas particulares (entre ellas la práctica muy autóctona de la clínica), si hay algo que no le falta a nuestro medio son situaciones de aprendizaje y enseñaza en torno al arte. Además, cada ciudad argentina tiene su propio fenómeno artístico, su propia relación con la profesión y el mercado, con lo público y lo privado. Pero la pregunta sigue siendo: ¿qué se puede aprender y qué se puede enseñar? Un artista hoy no tiene que saber nada a priori para hacer una obra, y sí puede aprender las cosas más diversas. Pero justamente, para no entrar en un circuito de razonamiento que se parece a una víbora mordiéndose la cola,  deberíamos detenernos en un punto que nos puede servir de ancla: en esa capacidad que tiene el arte contemporáneo de proponerse como forma de conocimiento. Es decir, más allá y antes de la decisión de ser artista o de hacer una obra continuada en el tiempo y el espacio, lo que todos podemos hacer es una experiencia de conocimiento a través del arte. ¿Y cómo sería esto? ¿Cómo se conoce algo partiendo de una plataforma que, como dijimos antes, está vacía por definición?

El arte parece proveer la posibilidad de practicar un tipo de inteligencia holística, integradora, que va a contrapelo de la especificidad del conocimiento actual. Esto no quiere decir que los artistas no sean o se vuelvan expertos, cualquiera sea aquello que hacen en cada caso. El capricho, la obsesión, la persistencia y la repetición están en el repertorio de trastornos de todo artista o de  quien quiera realizar un proceso de conocimiento a través del arte. Investigar la historia de una fábrica, tensar y preparar un lienzo, recolectar basura, aprender los sonidos de un idioma para hacer playback, hacer un herbolario de plantas con propiedades psico-farmacológicas, aprender a hacer embutidos con la propia sangre, pulir una pieza de aluminio, componer una imagen en Photoshop, armar un pdf con vínculos a los sitios que mencionan una frase, programar, reproducir los códigos visuales de una campaña política, volverse un arqueólogo de la propia historia sentimental, hacer un perfume, hornear una cantidad enorme de masa, inflar un objeto de papel, recolectar títulos de las portadas de los diarios, conocer las propiedades del sonido en el espacio, son acciones que ejemplifican la variedad de técnicas y saberes que pueden ponerse en juego en la factura de una obra de arte o de un fenómeno artístico. Todo esto  implica un aprendizaje que muchas veces se encara desde cero y con una finalidad puntual, que a veces es duradera y en otros casos, efímera.

Entonces no podemos decir que el arte carezca de expertos, pero sí tenemos que admitir que esos conocimientos pueden variar muchísimo y no son, a priori, estrictamente predecibles dentro de los límites de las disciplinas artísticas como tales.  Por eso es importante mantener a mano la imagen del vacío: porque lo que distingue al arte de cualquier otra forma de producción de conocimiento es que ese proceso puede ser hecho por cualquiera, en cualquier momento, de cualquier forma, y comenzar en cualquier punto de la vida de quien lo lleva a cabo, desde un punto cero más o menos absoluto.

Alejándose del virtuosismo, el arte rehabilita una forma de aprendizaje que puede evadir los protocolos científicos, esos que han permeado toda nuestra percepción del mundo y muchos hábitos cotidianos, por lo menos en Occidente. Y lo hace aun valiéndose del ensayo y el error,  incluso cuando se centra en procesos de tipo científico como parodia, crítica o utilizándolos en su beneficio. Cuando el arte contemporáneo se involucra con la ciencia la vuelve decorativa o bricolage; se obnubila con sus trucos, explota su ilusionismo, la lleva al ámbito de la vida doméstica, se ríe de su asepsia; es decir, la usa. El arte sabe, y en esto sigue siendo irreverente; con el Amo no se habla: se lo desobedece o se acata lo que dice. Y  la ciencia es hoy, más que nunca, esa caja negra desde la que sale la voz del Amo. No hay demasiadas posibilidades para el lego, de absorber esa tremenda masa de conocimiento que la ciencia ha acumulado y de integrarla entre sí y a su vida de una manera orgánica. Ese exceso no nos alcanza en la vida cotidiana, ni siquiera para explicarnos las cosas más básicas, menos aún aquellas que están ligadas a los temas más trascendentes. Más bien estamos rodeados de procesos que no entendemos y que nos llevaría toda una vida entender, a menos que tomemos ciertos atajos. Ahí vuelve a aparecer la posibilidad de percibir creando. Investigar con herramientas propias,  partir de una meseta para ir comprobando cómo algo se construye o se desarma.

Todas aquellas situaciones en las que un grupo de personas se junta a hablar sobre lo que hace, sobre lo que crea o lo que intenta crear, da lugar a preguntas que rodean y provocan ese hacer.  Esto implica una tarea de desarme y genera chispas que van prendiendo pequeños focos de pensamiento. Es interesante ver los intentos por ponerse de acuerdo en torno a una palabra y cómo se crea, a medida que un conjunto de personas va desarrollando este diálogo en el tiempo, una especie de alfabeto propio del grupo, que está a su vez hecho de lo que las palabras significan para lo colectivo. Una educación artística puede ser muchas cosas pero tiene que ser, en principio, la posibilidad de juntarse a conversar, mirar junto a otros, dejar que los sonidos y las imágenes resuenen en el espacio que se habita en común. Aunque sea por un rato, y luego ocupar ese espacio con nuevas palabras, metáforas y preguntas. Si no existiera ese proceso de comprobación del sentido de hacer algo, muy poca gente podría seguir creando. Sin duda hay momentos de la creación que son solitarios y extremadamente específicos, pero sin este espacio de encuentro, de contaminación como dice Groys, no hay arte. Se trata de un lugar donde la infección y el vacío se llevan bien.

Desde hace un par de años coordino una actividad en el CIA que se parece a esto, o al menos lo intenta. A partir de junio de 2013, la actividad  asumió el nombre de Tertulia, en honor al tipo de encuentro que se daba en el siglo XIX entre los artistas e intelectuales de una comunidad de manera regular, para debatir e intercambiar opiniones sobre el propio medio. En ese sentido, los encuentros pretenden ser un lugar de reflexión sobre la producción propia y su relación con el contexto. Se intenta que los temas tratados vayan siempre de lo individual a lo colectivo, evitando en lo posible el análisis de tipo psicológico que abunda en la práctica de las llamadas clínicas de arte.

La heterogeneidad del grupo –en términos de producción, experiencia, proveniencia y formas de abordaje de lo artístico- genera, además de una variedad muy valiosa en sí misma  sobre lo que podemos ver, escuchar y aprender. Una situación que implica tener que revisar algunos significados que por lo general damos por sentado. Las sutiles modulaciones que puede adquirir la palabra contemporáneo ya ofrecen un tema de debate. Otro punto que aparece y es puesto a prueba todo el tiempo, es la diferencia en las formas de circulación y recepción de cada formato artístico.  La expresión cruces disciplinarios ha sido usada en exceso pero quizás es preferible al término híbrido, que es acrítico por definición. Los bordes disciplinarios se mueven, pero aún existen, como existen las palabras que definen diversos campos,  y aún tiene sentido usarlas, en principio porque describen diferentes pactos con el espectador. Las diversas formas de arte se visitan entre sí, de la misma manera en que cualquier aspecto de la realidad visita al arte, y viceversa: modificándose, construyéndose mutuamente.

Y quizás el punto más potente del encuentro -aunque no necesariamente el más sencillo- sea que los participantes, al provenir de medios diferentes y con códigos artísticos muchas veces ajenos entre sí, actúan como catalizadores de las preguntas más básicas. A los fines de definir una disciplina, un músico y un artista visual pueden tener o no una base formativa común, de la misma manera que alguien que proviene del campo del cine puede  aportar algunas preguntas sobre la danza que quizás un bailarín ya no se hace. Este tipo de combinación potencia la curiosidad mutua y funciona, por contraste, como un vacío que es ocupado cada vez de manera diferente.

Abordar una obra de arte partiendo de un vacío en común, genera preguntas y respuestas que se van ensayando y construyendo entre todos. El arte parece ser un lugar donde esto se da con mucha frecuencia y quizás la educación artística deba simplemente velar por la continuidad de ese vacío. 

Para revista CIA, Buenos Aires, 2013.

Publicado Issu en 2014.

Notas sobre Tertulias, actividad coordinada por Leticia Obeid en CIA (2012-2015), para descargar.

[TXT] Lo enigmático y lo repulsivo

Rubén Santantonín. Cosa, ca. 1963 (Malba)

Una obra que siempre me fascinó, y lo sigue haciendo, es ese conjunto que Rubén Santantonín llamó Cosas. Se trató de una serie de bultos hechos de vendas, pedazos de papel, cartón, yeso y pintura, cubriendo una estructura de alambre. Estas cosas empezaron a emerger de la pintura plana, primero como protuberancias y luego se convirtieron en bultos que colgaban del techo. El artista las presentó por primera vez en 1961. No ha sobrevivido más que una pieza original que pertenece actualmente al Museo de Bellas Artes de La Plata, algunos registros fotográficos y unas reconstrucciones que hizo Oscar Bony en 1998, actualmente en posesión del Malba. Su autor las quemó a todas en una inmensa fogata en el año 1965, enojado por la falta de comprensión que mostró el medio artístico de ese momento. Periférico, tardío, no llegó al arte como “joven promesa”, ni tenía el glamour de las estrellas del medio artístico de su época, pero lo que dejó antes de morir, en 1969, tiene una chispa intensa e inteligente.

Si situamos la obra en su contexto de producción, en plena década del ’60, no podemos negar su alto nivel de radicalidad. Estos bultos eran inclasificables, invendibles, enigmáticos y casi repulsivos. Pretendían ir a contrapelo de la mímesis. En sus propias palabras: “El arte-cosa (…) intenta denodadamente que el hombre no contemple más las cosas, que se sienta inmerso en ellas con su asombro, su inquietud, su dolor, su pasión. El arte-cosa no busca deslumbrarlo, mejorarlo, engañarlo. Busca por todos los medios tocar esa zona de nadie, de la que cada hombre dispone. (…) hay una zona virgen en el hombre imaginativamente paralizado, poéticamente aletargado. Es, repito, esa zona plena de tedio, esa zona de nadie: de nadie porque es la zona del ego; por eso creo en la ego-complicación existencial como medio de invadir esa zona que, al no ser de nadie, es de todos”.

Pese a que la serie formó parte de salones, premios y muestras varias, nunca se la reivindicó como una imagen icónica de su época, como sí lo fue La Menesunda, obra que hizo en colaboración con Marta Minujín (a quien le tocó todo el crédito mediático por esa obra, por un capricho periodístico, si se quiere). Que hoy pudiera estar en el living de un coleccionista nos habla, sobre todo, de la expansión del mercado del arte, o de cómo toda obra puede ser absorbida por el sistema. Y sin embargo el conjunto tiene, aún hoy, algo irreductible: no se la puede simplificar, miniaturizar, ni volver decorativa.

Realizada en plena época desarrollista en Argentina, en medio de un enorme optimismo económico y cultural, empapada quizá de una fe en el futuro que nunca recuperamos después de la dictadura que nos golpeó en la década siguiente, esa serie de cosas parece haber sabido algo del futuro. Hay algo en esos bultos amañados que hace pensar en la obra posterior de Alberto Heredia, en el aspecto de una herida vendada sin asepsia. Lejos de la precisión industrial, de la belleza geométrica del minimalismo, lejos de ser un homenaje a su época, esos bultos precarios y efímeros quieren ser apenas el receptáculo de las ideas y sensaciones de sus espectadores “mirones”, como les llamaba Santantonín, para definir una forma de relación activa con esas cosas que, a diferencia de un objeto cerrado, están ahí para ser tocadas, miradas, pensadas, interpeladas.

Se trata de un proyecto ambicioso en el que el arte se cruza con la filosofía, o intenta hacer filosofía. Se sabe que Santantonín leía a los existencialistas y en cierta forma dialogaba con las preguntas y afirmaciones de esa corriente por medio de su obra. La desmesura de ese intento me provoca un sentimiento de ternura y regocijo: pienso en un tipo que, desde el culo del mundo, trataba de conversar con las ideas que encontraba en los libros que le llegaban y que pensaba esto como un proyecto colectivo.

Si es cierto que el arte tiene sus momentos proféticos, entonces estas cosas se adelantaron a su época. Que su destino final haya sido pervivir en la copia y el relato, esa materia cambiante y subjetiva por definición, es finalmente la mejor consumación posible para esta obra.

Ver en RADAR

[TXT] El secreto de su ojo

PLáSTICA > SILVIA GURFEIN PRESENTA LO INTRATABLE EN FUNDACIóN KLEMM

No es sencilla la situación de la pintura en el arte contemporáneo, se le exigen siempre demasiadas explicaciones, quizá por su sospechosa longevidad en la historia o, quizá, porque su muerte tantas veces declarada obliga a chequear, cada tanto, su estado actual. Y tal vez sea por eso que los pintores saben, en algún lugar de su conciencia, que tarde o temprano deberán enfrentarse a los embates de una crisis que, aunque se manifieste como un episodio individual, en realidad da cuenta de las relaciones entre la pintura y el arte de la época. Todo pintor vive, en carne propia y de manera comprimida, la historia y devenir de su medio, y los más valientes aceptan el reto de ponerlo a disposición del arte contemporáneo, sabiendo que es una empresa compleja y llena de peligros. Silvia Gurfein pertenece a esta estirpe y su muestra individual en la Fundación Klemm da cuenta de eso.

Artista polifacética y refinada, cuenta que un día de 1996 decidió aprender (enseñarse a sí misma, para hablar con mayor propiedad) a pintar y se dedicó concentradamente a eso durante cuatro años. Desplazados quedaron el teatro y la música y un universo nuevo se abrió frente a sus ojos y sus manos. En un tiempo relativamente corto, Gurfein se convirtió en una artista con un lugar propio en el medio local por su obra intensa, delicada y precisa, con un estilo que no se deja encasillar y donde se mezclan algunos rasgos de la abstracción a secas, con fases o líneas más cercanas a una figuración de corte metafísico, donde la geometría genera estructuras para albergar flores, pájaros, paisajes y cabezas que nos pueden hacer pensar en el simbolismo. En un medio que mira con celo los cambios estilísticos de cada autor, los pasos deben darse con cautela, y por eso resulta estimulante ver que nuestra heroína (palabra que Gurfein usó como título de una serie de obras hechas entre 2009 y 2010) dio un salto enorme en esta última obra. Al visitante que llegue a esta muestra le sorprenderá ver en la primer sala un conjunto de catorce pequeños cuadros hermanando textos e imágenes, que funcionan como una obra en sí misma y actúan como una especie de filtro desacelerador: nos proponen una detención y nos impregnan de un vocabulario en relación con la mirada, la pintura misma y la filosofía que nos prepara para lo que viene. Los nombres de sus autores están aparte, para no interrumpir ni condicionar la lectura, como si se tratara de un solo libro hecho de esos fragmentos cuidadosamente elegidos y montados. Las imágenes intercaladas son monocopias que presentan el motivo de una pupila, que luego veremos repetirse en algunas de las pinturas. En una especie de pequeña mesa, un lienzo mediano, casi flotante, nos mira desde su posición horizontal, con un ojo único. Este trozo de tela puede remitirnos a un sudario, por la manera en que está dispuesto, como si recogiera el rastro de un cuerpo ausente.

Una vez dentro de la sala mayor, veremos esta figura del sudario repetirse en unas pequeñas telas que cuelgan en sus cajas de vidrio, como reliquias expuestas al derecho y al revés; en otra mesa reposan unos retazos rectangulares que ostentan manchas de colores y que, en un pestañeo apurado pueden llegar a revelarse como una miríada de ojos que nos observan desde su posición horizontal. Estos pedacitos de lienzo han sido usados a la manera de una venda que, una vez saturada de pintura, deja pasar el color por su tejido cual si fuera la sangre de una herida.

Entre estos documentos de la acción de pintar, está la pintura misma, en su soporte tradicional: tela y bastidor. Imágenes que parecen pasillos, umbrales, túneles excavados en la pintura misma. Uno de los textos, escrito por la pintora, nos señala: “Excavar es simultáneamente levantar un montículo semejante, que en el ir y venir de la herramienta, siempre acepta una pérdida”. Esta vez no hay líneas rectas dentro de la imagen, no hay bordes netos sino tenues pasajes entre un color y otro, a la manera de Rothko, por saturación de la materia pacientemente aplicada sin dejar rastros gestuales. Los colores se aclaran hacia el centro, donde la luz parece acumularse.

Leemos, en el título, que la exposición está al cuidado de Gastón Pérsico y Cecilia Szalkowicz. Si bien la frase busca esquivar la palabra curaduría, es difícil encontrar otra palabra por la manera en que trabajaron la instalación –en el sentido más primario de la palabra: la puesta en el espacio– de toda esta obra, en continuada conversación con la artista. Sin duda, las decisiones espaciales, el uso del texto, la iluminación que intensifica el efecto de cosa encendida que tienen algunas de estas pinturas, fortalecen la narrativa interna de la muestra y generan el efecto general de encontrarnos dentro de una instalación cuyo discurso habla de la pintura, sus elementos, sus medios, sus herramientas y procedimientos. Es decir, estamos frente a una muestra de pintura pero también estamos en una república con sus propias especies habitantes y reglas de convivencia, con una constitución que reposa en un conjunto de textos literarios y filosóficos. El cuidado, en este caso, consiste en haber sabido leer y respetar la propuesta de la obra, algo que la curaduría no siempre consigue.

¿Qué es lo intratable, entonces, en esta obra, a qué se refiere?

Consultada al respeto, la artista elude toda explicación, y describe en cambio el extraño misterio de la desaparición de la materia entre dos telas, que se da cuando el óleo pasa por el tejido del lienzo usado como filtro sobre el lienzo usado como soporte, un hallazgo casi accidental que inspiró inicialmente este proceso. No parece importar cuánta cantidad se le aplique a la tela, ésta deja pasar sólo unos ínfimos puntos, como una constelación o una frase escrita en Braille. La relación entre la pintura aplicada y lo que queda en la tela no tiene, al parecer, mucha lógica. Gurfein ha hecho una obra basada en este y otros enigmas, intentando hacer visible ese espacio vacío que nos distancia de lo intocable, lo intolerable, lo que no puede ser dicho, ni representado, ni reducido a metáforas. Las obras, en su manera de estar en el espacio, recrean partes de un viaje punteado por sobresaltos y pruebas espirituales, preguntas en torno de la materia, ensayos de medición de la distancia entre la mirada y el tacto, y otros experimentos. El visitante que se quede un tiempo recorriendo este lugar puede llegar a sentir una luminosidad táctil, algo que no se sabe bien de dónde viene, pero está ahí, quizás en el reverso de sus ojos, tan cercano como inalcanzable.

Lo intratable
Silvia Gurfein
Fundación Klemm
M. T. de Alvear 626
Noviembre 2013

Artículo aparecido en Radar, Pagina12, el 10 de noviembre de 2013

Rancho aparte

TOMATES ASESINOS
EP “Los Folkos”, 2010.
Video: Leticia Obeid
(2013)

[TXT] Lo seco y lo mojado

VIDEOARTE > LA MUESTRA DE BILL VIOLA EN EL PARQUE DE LA MEMORIA

Nada garantiza la plenitud de una experiencia artística. Muchas cosas pueden provocarla pero muchas otras, también, interferirla. A veces es el ruido de la calle, otras veces el ruido de la mente, o un diálogo que no se arma entre el fenómeno artístico y el espacio que lo aloja. Otras veces las vibraciones de sonidos afines multiplican el volumen y el efecto. Este último es el caso de Punto de partida, la muestra de Bill Viola en el Parque de la Memoria. Este artista, residente en California desde principios de los ’80, es considerado una de las figuras clave en el desarrollo del video como género del arte contemporáneo, tanto por la profundidad de los temas que toca como por el virtuosismo técnico con el que construye una obra que incluye video monocanal, instalaciones, proyecciones, experiencias sonoras y musicales, ligadas en general a su exploración de las tradiciones budista, sufí y cristiana. A pesar de la relevancia de su figura, ésta es su primera exhibición individual en Buenos Aires.

Para verla hay que hacer un pequeño viaje hasta la costanera, uno de los pocos puntos en la ciudad en que la vista del Río de la Plata se ofrece sin obstáculos, generosa y abierta. Una vez allí, para llegar a la sala PAyS se camina bordeando los muros con los nombres tallados de los desaparecidos por el terrorismo de Estado. Si pasamos rápido al lado de ese archivo, quedan en la retina los números 28, 31, 35, 16, 22. Rara vez sube el promedio de edades de esos muertos, cada tanto vemos un 44, un 50. Para cuando llegamos finalmente a la sala quizá ya estamos pensando no tanto en lo corta que la vida es, sino en el significado irreductible y bárbaro de una masacre dirigida y perpetrada contra un grupo tan específico de la edad humana. Es decir, llegamos pensando en la muerte no como un hecho natural, sino como una horrible aceleración de la Historia. Si la vista del río pudiera servirnos como consuelo por su belleza, la luz que refulge en su superficie, justo ahí, no nos tranquiliza: ésta es el agua que devoró silenciosamente a miles de víctimas, y ese dato nunca será borrado de la memoria.

La primera y la segunda sala alojan seis obras instaladas: Surrender, Observance, Three Women, Ancestors, The Messenger, Acceptance. La tercera alberga una proyección de The Passing, un video de 54 minutos que es, sin duda, una de las obras maestras en la historia del videoarte. Las piezas van desde el año 1991 al 2012, ninguna de ellas fue hecha específicamente para esta muestra, sino que forman parte de la producción clásica de Viola, una obra que versa en torno del tema de los ciclos vitales y, sobre todo, de los límites entre la vida y la muerte, el espacio afectivo alrededor de la partida, el momento exacto en que ocurre el desprendimiento, el corte. En ese sentido, las obras de las primeras dos salas tienen una estructura similar: todo prepara para ese momento, todo es la espera de ese segundo en que una figura humana sale de la penumbra, o entra en el foco de la cámara, o se desarma un reflejo en el agua.

El agua, sin duda, es un elemento protagónico de toda la muestra y ahí es donde las resonancias de la obra en el lugar se intensifican. Los personajes de estos videos pasan un umbral acuático y al hacerlo se vuelven nítidos, recuperan el color, los gestos y los contornos. En reverso, cada vez que los cuerpos vuelven al agua, los colores desaparecen y todo cobra un tono plomizo. Daría la sensación de que el agua en estas obras cumple un papel simbólico asociado a la muerte misma. La vida es lo seco, el fuego, la luz, el cuerpo y sus ropajes. Siguiendo este sentido, podemos ver esa misma dicotomía en The Passing, un trabajo que Viola realizó en relación con la muerte de su madre. Vemos, aquí y allá, algunas imágenes de una mujer anciana internada, inconsciente, como pequeñas anclas dentro de una deriva onírica por paisajes domésticos y luego desérticos, las luces de un auto en una ruta pedregosa, la llama de una vela, fósforos, faroles, el reflector de un tren. Intercalándose en este recorrido empieza a aparecer el hijo del artista, caminando en la arena, bajo el sol, filmaciones caseras triviales que se vuelven homenajes a la vida, a lo seco. Sólo hay una escena del niño ligada a la humedad y es cuando acaba de nacer, pero en seguida vemos unas manos extendiendo un paño, secando su cabeza. Llegando al final, vemos una escena increíblemente poética: una mesa y una silla en un espacio oscuro, con una lámpara encima, portarretratos, un florero, cosas de escritorio. De repente algo tira de las patas del mueble y todo empieza a caer, en cámara lenta. La cámara lenta es uno de los recursos favoritos del autor, una manera de usar la lente como prótesis para percibir lo que el ojo no vería, pero acá el video nos tiene preparada una sorpresa, no se trata de un efecto de la máquina, sino del medio: la escena entera ocurre bajo el agua y las cosas no terminan nunca de caer. Como si el infierno fuera un reino acuático, como si lo que esperara a los personajes, del otro lado, fuera el líquido informe que diluye la identidad de las cosas y las personas.

Al final del recorrido aparece una sensación de ciclo cumplido pero, extrañamente, también de reversibilidad. Los trucos del video, las imágenes que pueden rebobinarse, verse hacia atrás, ralentizarse, son demostraciones de dominio sobre la materia. La obra de Viola nos señala el dolor irreductible de la muerte, pero también la posibilidad de aceptarla como parte de la naturaleza humana. Al salir de la muestra, en cambio, el sentido es el contrario: primero nos recibe la belleza del paisaje en todo su esplendor. Unos pasos después, volvemos a ver el muro con los nombres y a recordar lo irreversible y lo inaceptable de la Historia.

Artículo aparecido en Radar, Pagina12 el 11 de agosto de 2013.

[TXT] El ranking del arte

Este texto apareció en la revista digital PLANTA en marzo de 2009. Fue editado en papel por LATE (Los artistas también escriben) en mayo de 2009, Buenos Aires, Argentina.

Muchos de los textos sobre arte que aparecen en los medios locales suelen estar elaborados por escritores. Abundan las crónicas enfocadas en las biografías de los artistas del mainstream global, que no se apartan nunca mucho de los inventarios Taschen; luego hay notas propiamente periodísticas: relatos sobre ferias, concursos, premios, los top ten de cada temporada en diversas categorías (emergente, joven, maduro, muerto, recuperado o descubierto).  Escasea la crítica de arte y muchas veces no llega a lugares más complejos que las definiciones dictadas por el gusto de los autores, un juicio que siempre se termina polarizando en lo bueno y lo malo y lo lindo y lo feo. Parece que no podemos dejar a Kant en paz, o él a nosotros…Pero este hábito de subestimar las especificidades del arte contemporáneo en aras del gusto o la biografía no es aislado: tiene su plataforma en la creencia de que aún sería legítima esa preeminencia de la literatura en la crítica o en el pensamiento sobre las artes visuales, una prerrogativa que data de cuando las bellas artes no tenían aún la pretensión ni la necesidad de crear un discurso  propio. La amplitud sería reconfortante si partiera de la idea de que todos podemos pensar y escribir sobre cualquier tema, pero en realidad hay una innegable asimetría; por ejemplo: es difícil imaginar que se le confíe a un artista visual la tarea de escribir sobre literatura. Y antes que reclamar para los artistas visuales algo que ni siquiera es deseado, o soñar con un tiempo en que los artistas escriban más sobre arte, por lo menos sería interesante preguntarse por qué no se recurre más a menudo a aquellos que estudian específicamente el tema y piensan mucho en ello, y lo atraviesan en el hacer, empezando por lo más próximo: esa especie de ejército de reserva que ha pasado una temporada por Artes Combinadas, en la UBA, o Historia del Arte, cosas así.

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Errando

Presentación de una pequeña serie de obras hechas bajo la consigna común de trabajar a partir de los errores de tipeo. 

Guillermo Daghero leyó poesía y Leticia El Halli Obeid presentó su video “Escribir, leer, escuchar”, 6 min, 2003.

Estas dos piezas piezas gráficas podían ser llevadas por el público.

Errando

La melodía del error